viernes, 29 de junio de 2007

Ensanchar el bañador

Sucedió el domingo pasado. El buen tiempo del incipiente verano invitaba a refrescarse mediante un buen chapuzón en la piscina. Imprescindible buscar algún traje de baño entre los trastos guardados al final del verano pasado. Una costumbre idiota porque total para acabar mojándolo podría servir cualquier otra cosa. Puesto a escoger sería partidario de una falda escocesa. Nada más. Siempre me han dado envidia las faldas escocesas. Sin slips ni boxers atenazadores, mordientes, asfixiantes. Todo bien ventilado y ocupando su espacio natural meciendo de forma natural, como el badajo de una campana. ¿Qué te da un apretón de vejiga? Pues te alivias sin más, sin esa angustia repetida que bien resume el estribillo “que por mucho menear el pendulillo, la última gota, al calzoncillo”. Por tanto, más higiénico, no cabe duda.

Sin embargo no deben ser cómodas para bañarse, sobre todo porque están hechas de paño de lana. Lana de ovejas escocesas a cuadros. Mojadas pesan un montón, además de lo lentas que deben ser para secar, por eso las ovejas escocesas no suelen bañarse. Así que prosigo con la búsqueda del traje de baño. Tras arduos esfuerzos y habitación totalmente revuelta, por fin los localizo. Escojo el que recuerdo era el último, garantía de que el verano pasado utilicé para tales menesteres.

Inmediatamente me aborda el mismo temor de cada vez. Como si de un ritual espiritual se tratara, ruego que esta vez no se produzca la misteriosa metamorfosis de cada año. Me lo pruebo y… ¡oh, no! Ha vuelto a suceder. Se ha vuelto a encoger el muy condenado. Con lo ancho que me iba el verano pasado, lo recuerdo bien. Lo estiro con fuerza por los cuatro puntos cardinales, hasta el punto que oigo crujir las costuras. Aguanto la respiración a la par que hábilmente introduzco la barriga hacia adentro y estiro el cuello hacia arriba en un vano intento por estirarme como un chicle. Tururú. Ni por esas. En la vana esperanza de culpar a la mala calidad del tejido voy probando con otro bañador, y otro, y otro… Todos están contagiados por el mismo mal. ¿Tendré el armario embrujado que me encoge los bañadores?

Resignación. La única arma contra este maleficio es encoger yo también.

Ergo a dieta. Otra vez.

¡Que desilusión! ¡Que triste! ¡Que pena! ¡Que depresión!

Obsérvese la rara astucia de los múltiples usos
que tan ingeniosa prenda ofrece

lunes, 25 de junio de 2007

Otia, ¿pero ande está el muerto?

Odio los funerales. No me gustan nada. Porque si son de una persona querida o cercana, me duele el corazón. Pero si son funerales de compromiso aún me gustan menos. Entre otras cosas porque me tengo que poner de traje y corbata, indumentaria que sólo utilizo para ir a trabajar. Y si encima es un funeral de compromiso en mitad de las vacaciones veraniegas, ya es el colmo de todos los males. Sólo se alivian porque si tienes la oportunidad de situarte entre las últimas filas, en las que suelen concentrarse los que acuden por compromiso, puedes ponerte al día de los chistes de última moda. No hay nada más emocionante que tratar de no descojonarte por un buen chiste en medio de un funeral.

Recuerdo el funeral de una tía abuela a la que enterramos en Montjuic, en un panteón de la familia. Se habían muerto tantos, que el panteón estaba a rebosar. Los funcionarios de las pompas fúnebres tuvieron que hacer sitio pico y pala en ristre. El panteón tenía una puerta de entrada a la que se accedía por unos peldaños. Por dentro, como si de un piso Trujillo se tratara, se hacinaba parentela diversa. Muy justo debía ser, pues los operarios se esforzaban de lo lindo en habilitar espacio para la nueva inquilina. Tras unos sonoros mamporros, se escuchó un estruendo de cascotes, acompañado de un sinfín de maldiciones proferidos por los operarios. Cesó el ruido de los cascotes a la par que una nube de polvo grisáceo salía por la puertezuela del panteón. Pero no es lo único que salió. Acompañado de un rítmico sonido a hueco, como cuando se golpea una calabaza seca, un cráneo bajó lo peldaños y rodó hacia la parentela viva que hacía corro en el panteón. Ante el estupor generalizado, gritos y llantos de todas las tonalidades imaginables, la calavera siguió rodando hasta posarse a los pies de mi tía, quedando la nuca al suelo y mostrando la mejor de las sonrisas de la que sólo una calavera es capaz de mostrar. Mi tía, que es un persona muy entera, se la quedó mirando. Si inmutarse lo más mínimo exclamó, “Ay tío Humberto, guasón hasta después de muerto”, y con gran habilidad, le propinó un puntapié al tío Humberto de tal guisa que entró por la puerta de la que no debía haber vuelto a salir nunca. Se oyeron algunas maldiciones más por parte de los operarios, a quienes no debió gustar la reentrada del tío Humberto. Es el funeral más pintoresco que recuerdo, sobre todo porque me consta que mi tía sería incapaz de chutar un balón con la maestría que demostró con el tío Humberto. Pero no fue el único.

Sucedió que murió la madre de unos amigos de mis padres en mitad del mes de agosto. La finada era natural de Gerona, y tuvo la delicadeza de dejar en sus últimas voluntades el de ser inhumada en el cementerio de un pequeño pueblo del Alto Ampurdán gerundense, en el que por lo visto, había pasado gran parte de su juventud. Mis hermanos estaban disfrutando de sus vacaciones por sitios dispersos. Yo era el único que ese día estaba en casa. Como suele suceder en cualquier familia de bien, mis padres insistieron en que debía acompañarles al sepelio de la difunta, señora a la que no había tenido la oportunidad de conocer en vida. Por tal motivo, resultaba obvio que fuera a despedirla ahora que estaba bien muerta.

Con el entusiasmo bajo mínimos, me visto el traje y la corbata negra que tengo para las ocasiones. A cuarenta grados y con traje oscuro, brillante manera de pasar uno de mis días de vacaciones. Por suerte, mi padre tenía aire acondicionado en el coche. Ahora es habitual, pero corría el año 1976, y por aquel entonces no todos los coches gozaban de tal comodidad. Era un Volvo Station Wagon, de color azul oscuro, la verdad es que molaba un montón y por aquel entonces, habían muy pocos como éste en España. Fue la mejor solución que mi padre encontró para embarcar de una sola tacada a toda su familia, léase su señora y cinco vástagos.

Era casi el mediodía e íbamos carreteando por las pequeñas calzadas ampurdanesas. Siempre me ha maravillado el paisaje ampurdanés. Las colinas redondeadas, algunas coronadas por una vieja masía y los interminables campos de cereales, rodeados de pinares. Llegamos al pueblecito. El sepelio era en la ermita del pueblo, que lindaba con el camposanto. Dejé a mis padres al pie de la ermita, y me apresté a buscar algún sitio a la sombra para aparcar. Al poco de arrancar, vi a un hombre junto a la entrada del cementerio, que me hacía señales para que me acercara. Al llegar a su lado, abrió las verjas de hierro y me indicó que entrase. Le dije que era amigo de los familiares de la difunta y que buscaba un sitio a la sombra para aparcar. El hombre me indicó que no faltaba más, que con este calor, lo mejor era estar a la sombra. Sin mediar más palabras, abrió la puerta y se sentó en el sitio del copiloto. Me lo quedé mirando perplejo, a lo que el hombre respondió con un “yo le indico donde tiene que dejar el coche”. Como vestía un uniforme gris con el escudo municipal, interpreté que sabía lo que se hacía. Sería éste un pueblecito organizado, con sitios para aparcar civilizadamente. Nos introdujimos en el cementerio y comenzamos a callejear por el mismo. Le pedí que si era posible, que mejor aparcar cerca de la ermita para luego no tener que caminar mucho. El hombre negó diciendo que mejor cerca de la tumba. ¿Cerca de la tumba?, pensé, que tontería. Llegamos a la tumba, la cual estaba abierta, esperando recibir a su inquilina. En ese momento el hombre se gira desde el asiento y mira hacia atrás. Observo que al pobre se le empiezan a abrir los ojos a la par que se le transformaba la cara. Finalmente, logró balbucear… “¿Otia, pero ande está el muerto?”. Pobre hombre, confundió el Volvo con el coche de difuntos. Sin decir nada, se bajó del coche como un rayo, y desapareció. Aproveché para buscar un sitio discreto como sombra y aparqué tranquilamente.

Cuando llegué a la ermita, mi madre, enfurruñada, me preguntó dónde había estado. Le dije que si me prometía no reírse, le contaba lo que me había sucedido. A sabiendas de la falsa promesa le cuento la anécdota. No sólo la escuchaba mi madre, si no también algunas de mis tías. Fue como encender una cerilla en un polvorín. Empezaron por aguantar la respiración. A medida que enrojecían, la presión del aire escapaba por las comisuras de sus labios emitiendo pedorretas de tonos diversos. Cuantas más sonaban, más se contagiaban. Las que mejor aguantaban, corrían la historieta de bancada en bancada. En menos de dos minutos, toda la parroquia estaba al caso de lo sucedido. Las risas llegaban incluso del banco de los familiares de la difunta. El párroco, que debió ser el único en no enterarse, miraba estupefacto el espectáculo poco habitual de observar a la congregación partiéndose el pecho en lugar de los lloros y lamentaciones habituales.

Odio los funerales. Aunque algunos, he de reconocer que han sido memorables.

miércoles, 20 de junio de 2007

Dormitando la digestión

Oigo su taconeo desde lejos. Su forma de caminar se asemeja al galope del séptimo de caballería, aunque en esta ocasión no es tan rítmico como el de otras veces. El rubor de sus mejillas me alerta de que algo anormal está sucediendo. La veo aproximarse a través del cristal. A diferencia de otras veces, abre la puerta sin llamar y a pesar de sus jadeos logra decir –“Hay un aviso de bomba, tenemos que evacuar el edificio”- Ya me han jorobado. Con lo que me gusta este ratito de la tarde, justo después de comer, para repasar y planificar las actividades pendientes de día (esto lo digo por si algún improbable día lo leyera mi jefe, que a esta hora lo que hay que hacer es dormitar la digestión, algo parecido a digerir mientras dormito).

Como algún gracioso de de prevención de riesgos laborales se le ocurrió la brillante idea de nombrarme responsable del Plan de Alarma y evacuaciones (que mal suena) de mi planta, intento recordar el procedimiento. Primero, verificar la alarma. Llamo a seguridad, comunica. Sigue comunicando. Pero como voz la alarma ya ha corrido entre todo el personal, hago caso omiso del primer procedimiento y paso al segundo. Verificar que todo el personal, de forma ordenada, abandone la planta y se dirija a su sitio asignado en la calle. Así que raudo, pregono un –“rápido, todos al bar antes de que no queden mesas libres”- La consigna es interpretada al instante por todo el personal. En menos de 10 segundos, no queda nadie en la planta. Me sorprendo de lo bien que evacuan (sigue sonando fatal), ni ensayado hubiera salido mejor. Es una estupidez tener que esperar en la calle, teniendo un bar a tan sólo diez metros del sitio de espera asignado. Que a estas alturas del año, el Lorenzo aprieta de lo lindo, y no tengo mi protección 40 a mano.

Como otra de las tonterías del Plan de Alarma y Evacuaciones (¿dije antes que suena fatal?) exige reportar la evacuación a la cadena de mando, consulto el manual para ver a quien tengo que avisar. Toca avisar a… pero… si a este lo prejubilaron hace tres meses. A ver el siguiente… increíble si el lunes la ingresaron en el hospital (pobrecilla, a ver si se recupera pronto). Las dos siguientes posiciones están en blanco. Por tanto, que le den al procedimiento, servidor se va, que luego aunque haya mesas, no quedan sillas libres en el bar. De camino hacia la salida, hay un espacio para las máquinas de vending y los servicios. Aunque es manual no dice nada, me desvío, no vaya a ser que algún vientre apurado le juegue un disgusto a su portador. Nadie en el de hombres. ¿Y que hago con el de las mujeres? Nunca se me hubiera ocurrido entrar. Ni aunque las llamas estuvieran lamiéndome el trasero. Con las leyes de discriminación positiva no se juega. –pum, pum, pum- ¿Hay alguien? -PUMPUMPUMPUM- ¿HAY ALGUIEN? Ni pío. Pues ale, al bar y con la conciencia bien tranquila.

Tras un par de cafés y algo más de un cuarto de hora. Llegan los Mossos de Escuadra (los llamarré poli a partir de ahora, que si no me agoto escribiendo). Como si fueran los SWAT, acordonan las calles adyacentes al edificio e interrumpen la circulación rodada. Los agentes, observan con mirada fría, a través del perfil de la visera de su gorra, con los ambos pulgares ceñidos al cinto de reglamento. Buscan al sospechoso, sin duda, entre los cientos de personas que aguardan en la calle en la posición que el Plan de Alarmas y Evacuaciones (brlbrlbrlbrl es que me da un nosequé) les tiene asignado.

Mientras la poli inspecciona el interior del edificio, nos anuncian que nuestro otro edificio también ha ordenado una evacuación preventiva. Comentan que se hace por mimetismo. Mira que bien. En el otro edificio, que parece dotado de mejores medios que el nuestro, han dado el aviso por megafonía. “Atención, no es un simulacro. Abandonen el edificio debido a una amenaza de bomba. Pero no se preocupen, porque la bomba la han puesto en el otro edificio, así que no se alteren”. En total más de 1.200 personas en la calle entre los dos edificios.

Tras una hora, se confirma la falsa alarma. Todos de vuelta al redil. Curiosamente, los 10 segundos que se emplearon para evacuar (bonito palabro), precisan de 6 minutos para realizar la maniobra contraria. Debe ser como conducir. Se va más rápido hacia adelante que marcha atrás. Todo este jaleo justo a la hora en que debería dormitar la digestión. ¡Pero que mala leche que tienen algunos!

lunes, 18 de junio de 2007

Ella me mira mal

Ella me mira mal. Ella se piensa que yo no me doy cuenta, pero su mirada retorcida me aguijonea como un enjambre de abejas furiosas. Nada más empezar, tan sólo con rozarla, ya se que la cosa no va a funcionar. Ella siempre comienza la jornada lozana y lustrosa. Aún a sabiendas de lo que le espera. No se si escucha mis plegarias para que colabore, que ponga algo de su parte para aliviar lo que sabemos que va a suceder, pero ella es superficial y fría. Inexpresiva. Inerte. Da igual que la mime, que le de todo mi calor; es insensible a todo el afecto que le pueda dar.

Cada vez que salimos, nos hacemos el mutuo propósito de enmienda, de aparcar viejos rencores y empezar de nuevo. Pero el destino es caprichoso e inevitable. Ella recuerda los golpes que le ha dado la vida, e intuye los que le quedan por recibir. Pero los hay que nacen para golpear, y los que nacen para ser golpeados. La vida es así de injusta. Y de complementaria. Sabe que yo no lo puedo hacer sin ella. Aunque si no fuera con ella, sería con otra. En el fondo son todas iguales.

No se que es lo que me hace perseverar en el empeño. Tras los múltiples fracasos cosechados y las pocas alegrías que me ha dado. Hay algo que me engancha como una droga. No sólo a mí, sino a todos los que lo han probado, con ella o con cualquier otra. Así que algo debe tener. Maldita sea la primera vez. Si no hubiera habido vez primera, posiblemente ahora no tuviera que soportar esta maldita situación.

Salimos juntos al campo. Miro y observo el paisaje. ¿Dónde acabará esta vez? ¿A dónde querrá ir a parar? ¿Por dónde tendré que perseguirla en esta ocasión? Bosque, arena, agua. Detrás de un árbol o agazapada en el más recóndito escondite para que no pueda encontrarla. Prefiero no pensar. Ella, en silencio, medita su capricho del día.

Mientras tanto, escojo con qué la voy a atizar. Con el palo más gordo, para que vaya lejos. Por lo menos la distancia hará menos penosa la jornada. Miro el grip de mi driver. Lo aso y sitúo mi stand según me enseñó mi profesor. La bandera está a 438 metros. Par cuatro. Sólo tengo cuatro golpes para recorrer la distancia y embocarla en un pequeño hoyo de apenas diez centímetros de diámetro.

Ella reposa sobre el tee esperando que la golpee. Blanca y reluciente, me muestra, desafiante, su marca y número: "Callaway 4". Pero ella me mira mal. Ella se piensa que no me doy cuenta …

Ciberdelitos

El viernes estuve en un foro sobre "Las evidencias Electrónicas". Lo celebraron en Madrid, en el Hotel Ritz. Que molón. El hotel, porque las conclusiones de las ponencias fueron ... aterradoras.

En las ponencias participaron abogados de prestigio, magistrados del Tribunal Supremo, especialistas en la lucha contra el cibercrimen de la Policía Nacional, Ministerio del Interior y Guardia Civil, y representantes de la propiedad intelectual de la SGAE.

La conclusión que puedo sacar de las ponencias es que nos movemos en una lucha muy desigual. Como la batalla de las Termópilas. Jerges y sus hordas de ciberdelincuentes asolan los espacios cibernéticos. Y las defensas de Leónidas y sus 300 hoplitas son irrisorias frente a las de Jerges.

Por si fuera poco, las pocas leyes que protegen el ciberespacio son incomprendidas cuando éstas son llevadas ante los tribunales, pues sus Señorías no están al caso de las nuevas tecnologías y ante la incompresión y la duda rechazan inculpar al cibercriminal.

Hoy en día, de toda la documentación que se genera y tramita, el 80% es en formato electrónico. Jerges acabará pronto con la frágil defensa de los 300, y es cuetión de tiempo, poco, muy poco que nos caigan encima ... ¡Que los Dioses nos amparen!

miércoles, 13 de junio de 2007

Churros en Nueva York

Dijo Noel Claraso que "Las ideas geniales, son aquellas que nos sorprende que no se nos hayan ocurrido antes".

Hace unos años estaba deambulando por Nueva York, en plena sexta avenida. Creo que debía ser a finales del mes de febrero. Hacía un frío del demonio. Un frío que sólo conocen los que han estado en Nueva York cuando le azota el viento polar. Los pobrecitos no tienen un sistema Pirenaico como el nuestro. Allí las grandes cordilleras van de norte a sur, lo que permite que el frío polar les llegue en perfectas condiciones. Me paré ante un puesto ambulante de perritos calientes. Mientras me preparaban el bocadillo, evitando mirar las negras uñas del expendedor a la vez que manoseaba el perrito que luego me tenía que engullir, pensaba con que gusto me tomaría un chocolate calentito con unos churritos crujientes recién hechos ...

Un par de años después, me enteré que un empresario valenciano había abierto unas churrerías en Nueva York. Y que por lo visto se traía los churros congelados desde Valencia, porque opinaba que ni la harina y ni el agua americanos eran aptos para tan sofisticado manjar. Pro lo visto, el negocio le iba viento en popa.

Y yo me pregunto ¿Porqué no tuve las pelotas suficientes de abrir una churrería en Manhattan?

domingo, 10 de junio de 2007

Golondrinas y Albur de Amor

Hace unas semanas, una pareja de golondrinas anidó en la ventana de mi despacho. Cuando la mujer de la limpieza lo vio, lo quitó muy enfadada, porqué decía que le "ensuciaban el poyo de la ventana". Advertida de que no lo volviera a hacer, me quedé apesadumbrado, imaginando el lógico enfado de las pobrecillas golondrinas al ver destrozado el el tedioso trabajo de varios días.

Para mi sorpresa, la pareja de golondrinas volvió al día siguiente. Construyeron de nuevo su nido en el mismo sitio en donde lo había realizado anteriormente. Algo en el lugar había atraído la atención de la pareja de ambos pajarillos. Intrigado me preguntaba que podían haber visto de especial en este emplazamiento.
Mi ventana es como cualquier otra ventana del edificio en el que resido. No tiene nada especial. Paso bastante tiempo en mi mesa de trabajo, que está justo al lado de la ventana. Aunque es cierto que mantengo la persiana parcialmente cerrada, hacia la mitad o tres cuartos mas o menos, porque el sol le da de lleno y me molesta para trabajar con el ordenador. Así que seguro que me ven y saben que estoy. Por tanto, no es por la soledad del lugar que han escogido el emplazamiento del nido. También es verdad que la persiana es eléctrica. La cambié hace poco y cada vez que la subo o bajo un poco, lo hace de manera muy discreta y silenciosa, nada que ver con el estruendo que hacía la vieja persiana de madera que tenía anteriormente.

Paso varias horas al día en mi despacho. Y casi siempre me acompaño de música diversa. Las golondrinas me ven y me oyen con toda seguridad. Queda totalmente descartado ni me vean ni me oigan.

Van pasando los días, y las veo revolotear una y otra vez. El nido está completado y no creo que tarden mucho tiempo en crear su prole. Pero en este tiempo he podido observar un detalle. Cuando la música con la que me acompaño es la de Chavela Vargas, música que pongo muy a menudo, y a un volumen bastante alto, ambas golondrinas comienzan a revolotear y a piar. Al principio creí que los llantos desgarradores de Chavela les asustaba. Pero, ¡oh sorpresa!, no es así. Les gusta Chavela Vargas. Casi más que mi. Cuando suenan sus canciones, especialmente si las pongo a última hora de la tarde, se alborozan. He probado con otro tipo de música y no reaccionan de la misma manera.

Me parece increíble. Una cosa es que la música amanse las fieras. Pero que una pareja de golondrinas se ponga a revolotear en la ventana al son de un corrido, me lo cuentan y no me lo creo. El caso, es que cada día espero impaciente el atardecer para hacer de "pinchadiscos" a mis queridas compañeras de ventana. Tengo la impresión de que ellas también me esperan a mi. Los tres esperamos nuestra parte del día para escuchar Albur de Amor o Cruz de Olvido, y hacer nuestra fiesta particular de cada tarde. Procuro disfrutarlo al máximo. Como aves migratorias que son, están aquí sólo de paso.

martes, 5 de junio de 2007

No te enfades si no te saludo

Soy bastante despistado. Aunque a veces recuerdo una cara cuando la he visto con anterioridad, en el dudoso caso de que la recuerde, me cuesta relacionarla con el nombre. Son muchas las veces que veo una cara familiar, pero como no recuerdo el nombre o de que conozco esa cara, pues para no hacer el ridículo no entro al trapo. El despiste y las dificultades intrínsecas de asociación nominofacial provoca innumerables quejas de conocidos acerca de que me vieron en tal o cual sitio y que no les saludé. Vamos que parezco un antisocial de tomo y lomo.

Como no hay jodienda sin propósito de enmienda, un día me propuse cambiar. Ser lo que algunos llaman "social". O lo que mi mamá me enseñó sobre la educación cuando me hacía saludar a sus tías abuelas como si las conociera de toda la vida y me obligaba a dar un par de besos a unas caras arrugadas que además pinchaban.

Convencido con el nuevo desempeño, iba caminando por el Paseo de Gracia cuando observé que una bonita chica me miraba variaba su rumbo en inexorable colisión con el mío. Blandía una hermosa sonrisa. Ya está -me dije- ni idea de quién es, pero hoy es día de cambio. Así que sin terciar rodeo alguno, le espeté dos sonoros besos en sendas mejillas, a la vez que iniciaba una inocua conversación sobre el tiempo, la cantidad de gente que había en la calle y alguna tontería más que no viene a cuento.

En paralelo, la cara de la chica migraba de la bonita sonrisa inicial a la de la perplejidad más absoluta. Fue una curiosa metamorfosis en la que su boca se cerraba al mismo tiempo que sus ojos se abrían como los de un besugo. Como soy muy perspicaz y me doy cuenta de los pequeños detalles, derivo la conversación a un directo "porque nos conocemos de ..." a lo que ella encadena con un "... nada, yo sólo quería venderte unos boletos para el sorteo del viaje de fin de carrera."

Tras el estrepitoso fracaso, decidí no cambiar. Así que si te veo y no te saludo, no te molestes, no es intencionado. Es que soy así, que le vamos a hacer.

PD: Por supuesto, le compré unos cuantos boletos, pobrecilla.