domingo, 29 de julio de 2007

Camilo

Camilo era especial. A veces un tanto follonero y otras malcarado. Pero era encantador y sumamente divertido. Tenía un pico enorme y ganchudo, que utilizaba con destreza para trepar por la jaula. Necesitaba permanentemente un trozo de yeso para roerlo, pues si no su pico crecía de tal manera que se le curvaba hacia adentro y no podía comer las pipas.

Era el 24 de mayo de 1987. Como era costumbre para esta fecha desde hacía varios años, organizaba una fiesta para conmemorar mi aniversario. El 25º en esta ocasión. A mi me gustaba hacerlo y no reparaba en gastos. Mis padres consentían en prestarme toda la zona de la piscina de la casa. Estaba en un lugar un tanto apartado, y disponía de un amplio espacio. También tenía su propio bar, en el que otrora mi abuelo se esforzaba por mantener su reputación ganada a pulso de servir los mejores dry martini a sus invitados. La pérgola, iluminada con los focos adecuados hacía la función de pista de baile. El bar y la pérgola estaban protegidas por las gigantescas ramas de un cedro centenario. He de reconocer que era un escenario ideal para organizar fiestas, y lo corroboraba el hecho de que unas 150 personas acudieran año tras año sin falta. Las fiestas acababan no antes del amanecer, con chapuzón en la piscina incluido, tanto si se tenía traje de baño como si no. Los más veteranos ya venían preparados, pero siempre había algún despistado o alguna incauta que acaban en la piscina tal cual iban vestidos. Eran otros tiempos y la ventaja de estar en un pueblo pequeño cerca de Barcelona. Por una pequeña propina, daba aviso a la guardia urbana, quien vigilaba los coches aparcados para evitar malas tentaciones a los rateros, y hacían la vista gorda si algún invitado salía con alguna copa de más. Es más, sabían a ciencia cierta que ninguno salía sin haber tomado un montón de copas.

Mis mejores amigos sabían que una de mis ilusiones era tener un loro para poder amaestrarlo. Así que aprovecharon la ocasión para regalarme a Camilo. Camilo era un loro gris con la cola de color granate. Según les dijo el vendedor, era un loro joven, de no más de 20 años. Teniendo una expectativa de vida de cien años, podemos admitir que era un loro relativamente joven.



Como por aquellas fechas no había internet, no sabía muy bien como se educaba a un loro. Así que al principio me limitaba a observarlo. Camilo tampoco tenía internet así que también se dedicaba a observar su nuevo ambiente. Como era un loro muy espabilado y perspicaz, enseguida notó la especial aversión que mi padre le mostraba. Cada vez que pasaba por al lado de su jaula gruñía un "loro cabrón". Así que las primera palabra que aprendió Camilo fue "Cabrón". Pero como era muy inteligente, asoció esa palabra única y exclusivamente cuando mi padre pasaba junto a su jaula. Rápidamente se inició una curiosa relación de enemistad airada, ya que por cada "Cabrón" que Camilo le espetaba a mi padre, colérico se revolvía con un "hijoputa". Hasta que Camilo también se la aprendió, por lo que mi padre, más enfurecido aún, le devolvía toda serie de improperios. Y así se formó un círculo vicioso entre mi padre y Camilo, de forma que a los pocos meses, era el loro mas malsonante sobre la faz de la tierra.

Al principio Camilo era muy asustadizo. Cuando metía la mano en su jaula para introducir su trozo de yeso, me pegaba unos picotones que hicieron sangrar mas de una vez. Con el tiempo se fue acostumbrando, e incluso le encontró el gustirrinín a que le rascara la nuca. Cuando me veía acercarme a él exclamaba en voz bajita "Guriguri" que en el idioma de los loros grises significa ráscame, bajaba su cabezota y la aproximaba a los barrotes para que pudiera introducir mi dedo y rascarle ¡Cómo le gustaba! A pesar de ser un marrano empedernido, le fue cogiendo el gusto por el aseo. El aseo de su jaula, claro, él no se aseaba nunca. Ya he mencionado anteriormente que era un loro muy avispado. No tardó mucho tiempo en reconocer que la empleada del hogar era la que realizaba las labores de limpieza. Así que, paciente, observaba como la mujer pasaba el aspirador por toda la estancia, barría o fregaba. Cuando la pobre mujer acaba de limpiar la zona de la casa donde estaba Camilo, éste se aferraba con sus garras fuertemente al palo central de su jaula y comenzaba a emitir un rugido muy semejante al ruido del aspirador de casa, a la vez que batía violentamente sus alas hasta que todas las cáscaras de pipas y suciedades propias del animal, volaban hasta desparramarse por todo el salón. La pobre señora, lejos de apreciar la inteligencia del animal, le atizaba unos escobazos a la jaula que a punto la hacían caer al suelo. Escobazos que Camilo celebraba con algo muy parecido a unas sonoras carcajadas. Pero finalmente Camilo se salió con la suya, ya que al poco tiempo, cuando
la señora venía a realizar sus trabajos, lo primero que hacía era limpiar la jaula de Camilo. Pobre de ella el día que no siguiera tan marcado protocolo. Camilo no la perdonaba.

Con el calor del verano se me ocurrió que Camilo merecía mejorar su calidad de vida. Así que logré convencer al carpintero del pueblo para que le fabricara una peana con un buen palo sobre el que asirse. Saqué a Camilo de su jaula y le puse un grillete en su pata que le unía a la cadena de la peana. La peana disponía de su comedero de pipas y su abrevadero. E incluso de un alambre para colocar el yeso que tanto le gustaba roer. Saqué a Camilo al porche que daba al jardín interior. Camilo observaba el nuevo entorno sin barrotes que le estorbaran. Aunque a la vez le protegían por lo que también se mostraba asustado. Le dejé un rato a solas para que se acostumbrara. Al cabo de unos minutos le oí chillar como si le estuvieran degollando. Me temí lo peor, tal vez el perro, o peor aún el gato, se estaban ensañando con el pobre Camilo. Al llegar observé el dantesco espectáculo. Camilo no estaba acostumbrado a portar una cadena en su pata y al moverse por la peana la había enredado de un modo inaudito. La cadena daba vueltas por toda la peana y los comederos a la vez de Camilo estaba boca abajo, con una pata colgando de la cadena y la otra al aire intentando asirse a un palo imaginario, a la vez que chillaba como en él era acostumbrado cuando se cabreaba. Desaté al pobre loro y recompuse de nuevo la peana y la cadena. Ya más calmado comprendió como funcionaba su nueva casa y permaneció encantado en ella. Cada verano Camilo esperaba la llegada del buen tiempo para salir de su jaula a la peana.

Una de las cualidades de Camilo era su facilidad por el silbido. Le enseñé a silbar "La marcha del Coronel Bogey" de la película "Un puente sobre el río Kwai". Camilo se mostró como un alumno muy disciplinado y cada vez que fallaba una nota se enfadaba como una mona y se ponía a maldecir como marinero borracho de los bajos fondos, gracias al rico aporte de improperios que mi padre le había enseñado. También resultaba notoria su aversión por los abrigos de piel. Nos dimos cuenta una vez que vinieron unos amigos de mis padres invitados a cenar. La señora llevaba un espectacular abrigo peludo de armiño blanco. Al aproximarse a la jaula de Camilo, éste comenzó a chillar como un desposeído. Rápida de reflejos, la invitada se percató del motivo y dejó caer al suelo su abrigo. Al instante Camilo cesó de chillar. Cuando recogimos el abrigo Camilo no le quitaba el ojo de encima, y si hacíamos el gesto de acercarlo a la jaula, se le erizaban las plumas y volvía a chillar como un energúmeno. Desde entonces, cualquier invitado debía desprenderse del abrigo en el recibidor y no osar entrar en el salón con la prenda puesta.

Camilo murió de un resfriado, del que no se pudo recuperar a pesar de los vanos intentos del veterinario. Al volver del funeral de mi abuela, Camilo yacía en el fondo de su jaula patas arriba, como si hubiera visto como se muere un pájaro en los Looney Tunes. Aquella noche lloré amargamente, no se si tanto por mi abuela como por mi querido Camilo.

Cada vez que escucho la marcha del Coronel Bogey, veo a Camilo silbándola con ahínco y moviendo su cabezota al compás de los silbidos.






miércoles, 18 de julio de 2007

You are a lucky man

Los británicos con una gente curiosa. Tienen graves defectos, como por ejemplo la mala costumbre de conducir al revés. No hay nada más embarazoso que encontrarte en una glorieta con un coche alquilado y darte cuenta que todos van en sentido contrario al que has tomado.

También resulta chocante los enormes contrastes sociales que tienen. Si existiera la reencarnación, no me importaría nada reencarnarme en un adinerado Lord británico. Puedes saborear lo mejor que la vida puede ofrecer. Por contra, ser un proletario británico es lo mas ruin, cateto, cutre y horrendo que puede tocarte en el caprichoso reparto del destino.

Pero hay que reconocer que tienen sus cosas buenas. Una de ellas, es como conservan sus costumbres. A pesar de que estamos en el siglo XXI, aún portan en sus genes la austera disciplina derivada de un rígido sistema educativo. Es común denominador de cualquier británico la contención de sus emociones y el temor exacerbado al ridículo. Excepto cuando van ebrios, por supuesto, que entonces liberan de sopetón tanta rigidez acumulada para convertirse en lo peor de la creación. Pero por regla general son gente que mantienen las formas de manera exquisita. Para muestra un botón.

Corría el año 92, en plenas olimpiadas de Barcelona, por lo que un servidor programó para esas fechas actividades en el extranjero y así poder huir de las mismas. La primera de dichas actividades fue la de reunirme con uno de los principales proveedores de la empresa para la que trabajaba por aquel entonces. Tenían la sede en Watford, una población aproximadamente a unos 25 kilómetros al noroeste de Londres. Los directivos de esa compañía eran unos exquisitos gentlemen, por lo que tuve que añadir en mi equipaje el mejor de mis trajes, corbatas y zapatos para el encuentro.

Descartada la idea de acudir en coche de alquiler, vista la experiencia anterior con las glorietas, y dada la tozudez manifiesta de los británicos en seguir conduciendo al revés, opté por utilizar los afamados ferrocarriles británicos. Uno de los más rancios y eficientes del mundo. Así que ataviado con mi flamante Hermenegildo Zegna gris marengo, unos centelleantes Lotusse y la mejor de mis corbatas de Versace, fui dando un paseo por
Buckingham Palace Road camino de Victoria Station presto para tomar el tren.

Victoria Station es el resultado de la fusión de dos compañías de ferrocarriles que competían por el tráfico ferroviario hacia los puertos de la costa sur que comunicaban con el continente. Hasta 1923 hubo un muro que separaba ambas compañías. Hoy en día se aprecian las fachadas de estilo post victoriano diseñadas por Sir Charles Morgan que sustituyen las originales construidas en 1860 y posteriormente demolidas en 1906. Llama la atención los elevados techos acristalados que iluminan generosamente el amplísimo hall principal de la estación. También es curioso observar que hay tantas personas a pie de la estación, como gaviotas, palomas y gorriones revoloteando por la algarabía de vigas de acero y cristal de la techumbre.


Aguardaba pacientemente la cola para comprar el billete, a la vez que repetía para mis adentros un "One ticket to Watford, please", conteniendo el diafragma y tratando de imitar infructuosamente el estirado acento británico. Hay que esforzarse mucho, pues los británicos no hacen el mínimo esfuerzo por tratar de entender un acento que no es el suyo. Yo he estudiado inglés desde mi más tierna infancia, aunque la extraña costumbre de mis padres por enviarme de colonias a Francia todos los veranos sólo me sirvió para ver la cara de pasmo que ponían los franceses cuando les saludaba con el mejor de mis "good morning". Así que en descargo de los británicos he de reconocer que no debía ser fácil entender a un españolito hablando inglés con acento francés.

Volvamos a la historia. Estaba aguardando la cola para comprar el billete. La mayoría de la cola la componían trajeados ejecutivos y hombres de negocios. Por la hora, esa debía ser la población de usuarios habituales que se dirigían a sus centros de trabajo en las afueras de Londres. Mientras permanecía concentrado en la práctica de mi acento, repentinamente noté un fuerte chasquido en mi cabeza. Sin darme tiempo a saber que había sucedido, percibí como un fluído tibio resbalaba por mi sien izquierda a la par que mi vista se enturbió. Al instante comprendí que estaba sangrando. ¡Dios mío, ¿Qué me había sucedido? La angustia inicial disminuyó paulatinamente a la vez que mi pituitaria percibía un penetrante olor acre.

Una gaviota, que aquella mañana había decidido desayunarse con el más podrido de los contaminados peces del Támesis, había optado por evacuar al vuelo justo cuando volaba por encima mío. Yo no se con exactitud como es la cagada de una gaviota. Pero puedo asegurar como fue aquella en concreto. Un líquido viscoso y pegajoso comenzaba en mi cabeza, bajaba por la sien y gafas, para proseguir su caprichoso recorrido por la americana, camisa, corbata, pantalones y zapatos. En vista de la descomunal descarga, nunca me pude explicar como ese sucio pajarraco podía volar.

Pues bien, ahí estaba yo. Precioso. Cagado. Petrificado sin saber que cuernos hacer. El caballero que estaba delante mío en la cola, giró su cabeza levemente para observarme, de esa manera que sólo un británico sabe hacerlo, para exclamar en un suave tono "You are a lucky man" (Eres un tipo con suerte). Impasible, volvió su mirada al frente como si nada hubiera sucedido. Lo mismo sucedió con los restantes tipos de la cola. Nadie puede imaginarse como me sentí, ahí sólo en una ciudad extranjera, cagado de arriba a abajo. Decidí hacer lo único razonable, salir de Victoria Station y coger un taxi que me llevara al hotel. Preocupado por si algún taxista se apiadaría de mi en tales circunstancias, llamé al primero que, sin inmutarse, me preguntó la dirección del hotel, tras lo cual espetó un seco "You are a lucky man" y prosiguió el recorrido como si nada, a pesar del hedor putrefacto que invadía el habitáculo del vehículo. Llegué al hotel y me cambié, aunque con ropa casual, ya que no portaba mas trajes. Bajé al vestíbulo con la ropa sucia y solicité a la gobernanta del hotel que hiciera el favor de llevar la ropa a una tintorería. Como pueden imaginarse, la señora asió la bolsa con un simple "You are a lucky man" y desapareció sin más tras la puerta de servicio.

Desde entonces no hay nadie en el mundo que aprecie mejor que yo los resultados de la austera, rígida y disciplinada educación británica. ¿Imaginan este suceso en una estación española o italiana? El descojone del público hubiera sido descomunal. Pero tuve la "suerte" de que me sucediera en Londres. God save the Queen!

lunes, 16 de julio de 2007

Mi abuelita

Mi abuelita materna era una persona muy especial. Una persona de esas que dejan huella, de las que se recuerdan toda la vida. Era gallega, nacida en el seno de una familia bien. Una familia de terratenientes que o bien se hacían militares y se iban de vez en cuando a hacer alguna guerra que perder, o se hacían abogados para tener el pretexto de que en temas de finanzas no se metían (que vulgaridad) para legar tan mundanos temas a unos administradores corruptos que los timaban sin que se percatasen, de manera que en unas pocas generaciones, latifundios que la vista no llegaba a alcanzar, se extinguían por arte de magia.

Desposóse con mi abuelo (era de esperar), un ingeniero de puentes caminos y canales, que no hizo ni un puente ni un camino ni un canal, y de familia noble. Eso sí, hizo unos cuantos pantanos. La época era la que era y tocaba hacer pantanos. Murió antes de que yo naciera, por lo que no pude conocerle muy bien. Falleció en la mesa de operaciones por una apendicitis. Por lo visto su barriga era de tal envergadura, que los cirujanos no lograron encontrar el apéndice. Realmente era un hombre orondo, pero estoy convencido que los cirujanos que le atendieron eran bastante ineptos. Dicen de él que era todo un caballero. Tan caballero que en su último destino como jefe de obras públicas de la provincia de Gerona, le ofrecieron infinidad de veces invertir en terrenos de la Costa Brava, cosa que nunca aceptó (para mi desgracia, ya que me toca trabajar para vivir). Así que murió muy digno, pero sólo dejó a mi abuela la pensión de viudedad. Suficiente para mantener una familia de diez hijos austeramente. Se conoce que la vida en los pantanos era sobradamente aburrida y la única distracción era procrear. Además, el médico de cabecera de la familia comentaba que tanto mi abuelita como sus hijas, eran de las que olían un calzoncillo y se quedaban preñadas.

Mi abuelita enviudó con diez hijos, dos varones y ocho hembras. Pudo sacarlos adelante con dignidad a todos ellos y mantener a la familia unida. Tan unida como pocas he podido ver. En total, cuando nos reunimos tíos, sobrinos y nietos, debemos ser unos 150. Lo cual es un problema, sobre todo para el que le toca organizar una boda o bautizo, porque como todos nos queremos tanto, vamos todos a todas las bodas y bautizos. A ella le corresponde, sin duda, el mérito de que la familia se haya mantenido, aún faltando ella, unida como un piña.

Mi abuelita era menuda. Tenía los ojos claros con una mirada chispeante. Su voz era aguda y mostraba un acento gallego, que si bien no era muy extremado, tenía un deje cantarín muy simpático. Gustaba del buen vino y el champagne, y en las celebraciones familiares su máxima era que le contasen lo que ella catalogaba como chistes "verdes". El chiste, para poder ostentar tal catalogación, debía incluir contenido escatológico. Especialmente ventosidades. Reía hasta saltarle las lágrimas, sobre todo si eran chistes de alguna marquesa que, en el momento más inoportuno, se le escapaba un cuesco. Debe ser un mal de familia, pues en reuniones con mis tías, cuando en plena partida de cartas comienzan a volar las botellas de vino, te acercas sigilosamente y repentinamente gritas ¡PEDO! y se parten de risa. No hace falta hilar ningún argumento adicional que reste encanto al nudo principal.

A sus 84 años, sufrió un derrame cerebral que le sumió en un coma profundo que a los pocos días acabaría con su vida. Por aquel entonces yo estaba cumpliendo el servicio militar. Logré salir del cuartel y pude verla la última noche antes que muriera. Al salir de la habitación del hospital, me encontré con dos de mis hermanas. No recuerdo los detalles, tan sólo que me estaban echando una bronca del copón porque tenía que haber ido a recoger a no se quién o no se que cosas. Aquel día recuerdo que había tenido un día de perros en el cuartel, salía de una guardia, estaba hecho una piltrafa e íbamos caminando por un pasillo hasta llegar a un descansillo en penumbra donde estaban los ascensores. Mientras pulsaba el botón de llamada, veía a mis hermanas hablar simultáneamente sobre cosas ininteligibles. Era como en una película, en la que el sonido va desapareciendo y sólo permancece la imagen de las dos personas moviendo la boca si parar. En un momento dado, levanté la mano solemnemente, acto que ambas interpretaron rápidamente para callar expectantes. Les dije: "Nuestra abuelita está muriendo, honrémosla". Acto seguido solté una enorme ventosidad. No una cualquiera, si no una de esas que sólo un menú de cuartel puede producir. La acústica del descansillo, austero pero de mármol, potenció el evento hasta límites insospechados. Mis hermanas se quedaron mudas, perplejas ante la magnitud del hecho. Tras unos segundos de silencio, se escuchó una voz desde la penumbra del descansillo. Una señora que estaba sentada en unas butacas, a quien no prácticamente no podíamos ver, se desternillaba a la vez que que decía "Aprovecha que estás en una clínica y que te vea el médico, que seguro que te has roto". Tras una espera que se nos antojó eterna, se abrieron las puertas del ascensor y nos introdujimos en él como alma que lleva el diablo. Cuando se cerraron las puertas nos miramos y comenzamos a reír hasta hasta la extenuación.

Ya no volví a ver a mi abuela, pero todos coincidían que, en sus últimas horas en coma, mantuvo una sonrisa en su rostro. No se cómo, pero yo estoy convencido de que ella vio la anécdota y fue lo último que se llevó en vida al otro mundo.

lunes, 9 de julio de 2007

Amor al primer olor

Una vez saciado y tras el rapto de lucidez mental que me aboca a mandar al carajo la absurda idea del régimen, me abordan inquietudes mucho más prolíficas, sensatas y prácticas.

Por ejemplo, ¿Quién no ha sentido alguna vez un deseo irresistible hacia otra persona? Sin motivos especialmente aparentes, sin haber tomado una decisión racional. Esa sensación que describimos sencillamente como que
“hay química”. Pero, ¿hay química? O si la hay, ¿Cómo o qué sucede? La búsqueda de pareja es uno de los procesos más complejos del comportamiento humano. ¿Cuánto hay de comportamiento racional consciente y cuánto de irracional e inconsciente en los diversos procesos?

Un problema de narices

Nunca mejor dicho. En el mundo animal (nosotros incluidos, no vaya a haber algún finolis que quiera autoexcluirse de esta especificación), existen dos tipos de comunicación: Las químicas y las físicas. En las físicas englobamos las visuales, táctiles y auditivas. Para el caso que nos ocupa, resulta claro que si ves un buen trasero, no te pase desapercibido, o que si te habla una voz sensual con un tonillo picarón te entren ganas de silbar a lo Looney Tunes como una máquina de tren, y respecto al tacto obviaré que mi cuerpo es como España y sus autonomías, por lo que mis manos tienen transferida la competencia de pellizcar lo que estimen oportuno, a lo que yo no me hago responsable.

Hasta aquí es fácil. Lo que alerta mi curiosidad son las comunicaciones químicas. Las comunicaciones químicas se realizan mediante la producción de sustancias emitidas al medio ambiente. De estas últimas existen dos subtipos, las aleoquímicas, que transmiten información a individuos de diferentes especies; verbigracia los chuchos que tan graciosamente orinan en la rueda de tu coche para dejar su "por aquí he pasado yo", o los avezados oportunistas que para ganar espacio vital en el metro a hora punta expelen una generosa ventosidad. También son obvias y por tanto fuera del objetivo que me ocupa.

Las realmente molonas, las que me quitan el sueño, son las homeoquímicas, llamadas también
feromonas, únicamente percibidas por los individuos de la misma especie. Los humanos no somos ajenos a la comunicación homeoquímica. Las feromonas las captamos por un órgano llamado Órgano Vomeronasal (OVN) que está ubicado cerca del tabique nasal sobre el hueso vomer.
En la nariz, los olores se perciben a través del epitelio olfatorio y de ahí se transmiten las señales nerviosas al bulbo olfatorio principal que a su vez se conecta las amígdalas, el hipotálamo y otras partes del cerebro. Por el contrario el OVN, anatómicamente separado del sistema olfatorio, utiliza el bulbo olfatorio accesorio, que transmite las señales a las amígdalas y de ahí, a través del centro ventroamigdalino llegan al hipotálamo. Hago especial énfasis en el hipotálamo, pues este órgano es esencial para la secreción de hormonas en respuesta a los estímulos. Esa sensación tan rica de hormigueo en la barriga, o esa sensación de parecer que te sientes tan bien mientras que los demás te ven como a un imbécil embobado, como le sucede a la vecina de coco.

Una elección de narices
No voy a entrar sobre nuestras secreciones hormonales, eso es un tema para otro artículo. Vuelvo al principio ¿Qué es lo que hace sentir la “química” para la selección entre las parejas? Los humanos tenemos un sector del genoma humano ubicado en el brazo corto del cromosoma 6 llamado Complejo Mayor de Histocompatibilidad (MHC). Las moléculas que componen en MHC permiten la identificación de las moléculas propias y de las extrañas (invasoras). Son el corazón de nuestro sistema inmunológico. Desde el punto de vista reproductivo, las parejas que tienen un MHC diferente producen descendencia más saludable y con mejor sistema inmunológico.

La Naturaleza, siempre sabia, nos ayuda a no perder el tiempo y se ha demostrado que tendemos a escoger la persona con un MHC diferente.
Un estudio indica que en el 75% de los casos de personas que buscaban pareja por Internet no tuvieron éxito. ¿Casualidad? ¿Habrá que esperar a que la tecnología permita la transmisión de feromonas por la red?

Por supuesto, amor y sexo son cosas diferentes. El amor está fuera del ámbito de los científicos. Pero estamos hechos de átomos, moléculas. Por tanto lo que sentimos son reacciones químicas. ¿Qué es lo que nos produce sentir que tenemos un
“alma gemela”? ¿Qué es lo que nos induce a seleccionar una persona en particular? Enamorarnos depende de un sinfín de factores. La casualidad, la mezcla de factores, algunos conscientes, otros inconscientes. Está claro que no existe una regla predeterminada.

Para el desarrollo de este artículo he consultado muy diversas fuentes científicas. Sobre el OVN y su conexión con el cerebro no hay unanimidad en el mundo científico. Los más críticos sostienen que es un vestigio evolutivo y que lo tenemos atrofiado (será que los que apoyan esta tesis no se comen una rosca). De momento la única forma empírica que se ha ideado para demostrarlo, es infectar una hormona con un virus que “marcaría“ los nervios que intervinieran en su detección y transmisión. Después, se coge al voluntario y se le disecciona la cabeza para visualizar todo el recorrido desde el OVN hasta donde fuere. A pesar de las múltiples peticiones, la comunidad científica no ha encontrado voluntarios que se prestasen a tan interesante experimento. Lo que si se ha demostrado es que hombres y mujeres reaccionamos ante la odoración de diferentes feromonas. Y he aquí mis dudas que me impiden conciliar un sueño reparador:

- Se ha demostrado que las mujeres que toman la píldora anticonceptiva, les produce el efecto contrario en la selección del MHC. En lugar de seleccionar un MHC diferente, escogen uno compatible con el suyo. Así pues, ¿Qué pasa cuando la mujer deja de tomar la píldora? ¿Descubre que lo que era su alma gemela se ha convertido en un intruso indeseable? ¿Deberían oler al sujeto primero y tomar la píldora después? Juro que me pica la curiosidad más que los polvos de pica pica.

- En las operaciones estéticas de la nariz se extirpa el OVN. ¿Podría deducirse que aquellas personas sometidas a esta operación están parcialmente castradas sexualmente?
Joroba, ahora me acuerdo que a mi me operaron el tabique nasal, que por lo desviado que lo tenía me producía sinusitis crónica. Será que por eso nunca me enteraba de las féminas a las que producía atración homeoquímica, y que por el contrario me emperraba ifuctuosamente con las homeoquímicamente incompatibles?

- Si el recorrido de las terminaciones nerviosas que transmiten la información recogida por el OVN pasan por las amígdalas antes de llegar al hipotálamo, ¿Qué sucede con aquellos que están operados de amigdalitis? ¿Podemos considerar que también han sufrido una castración sexual parcial? Para acabar de celebrarlo también recuerdo que me extirparon las amígdalas a los tres añitos. ¡Cielos! Pobre de mi, sin OVM ni amígdalas, debo haber pasado mi vida sexual como un ciego sordomudo en una sala de cine.

- Para acabar, las olvidadas buenas costumbres de nuestros bisabuelos y ancestros recientes de saludar a conocidos y desconocidos mediante fastuosas reverencias, ¿lo hacían para acercar su OVM al sujeto contrario y asegurar la mejor inhalación de su feromonas? Recordemos que ingles, axilas y aureolas de los pezones son los mayores emisores de feromonas. A ver si a quienes hoy tildamos de cursis, resulta que eran unos picarones depravados muchísimo más listos de lo que nos pensábamos y se burlan de los bobos que somos desde sus tumbas.

jueves, 5 de julio de 2007

Deliriums vegetalis

La sala de de reuniones es espaciosa. La domina una mesa de juntas alargada de madera de raíz pulcramente barnizada, flanqueada por butacas de cuero negro. En una pared del fondo se emplaza una pantalla escamoteable para las vídeo proyecciones y la otra pared la preside un enorme monitor de plasma para las vídeo conferencias. La pared lateral dispone de una hilera de ventanales que dan al exterior, por el cual asoman las hojas palmeadas de los plátanos de la calle.

Sentado en la butaca presidencial, el CFO (Chief Financial Officer) garabatea sobre uno de los informes salido de su portafolios. En la butaca al lado opuesto de la mesa, el COO (Chief operations Officer) conecta nerviosamente su portátil al proyector. Lentamente, la imagen de su monitor se calca en la pantalla de proyección de la sala. A los flancos los diferentes directores de área repasan los últimos datos de la cuenta de resultados que el SAP arroja. Todos visten traje y corbata oscuros, contrastando con las camisas pulcramente lisas y blancas. Ni en un funeral se observaría tal uniformidad de vestuario. La única nota discordante la da la joven secretaria de dirección. Su melena rubia la tiene recogida en un discreto moño y permanece sentada en una silla presta para tomar nota de los comentarios para después levantar el acta de la reunión.


Los resultados no son alentadores, muy inferiores a los objetivos marcados por la corporación. A medida que el COO va exponiendo con detalle las desviaciones, las discrepancias entre los demás directores se acentúan. Cada cual defiende sus gestiones culpando a los demás de las deficiencias. Las discusiones derivan en broncas monumentales. Al poco de empezar todos están de pie gritándose unos a otros simultáneamente. Los rostros, enrojecidos y sudorosos a pesar del fuerte aire acondicionado, muestran odio y rabia.

En el clímax de la algarabía, el COO se descalza su zapato izquierdo y comienza a golpear la mesa con energía. A poco, los demás asistentes callan y se quedan observándole intrigados. Impasible, vuelve a calzarse y comienza a quitarse la americana lentamente, mientras se dirige al fondo de la sala de reuniones. Al llegar al fondo de la pared , en donde se sitúa la pantalla de proyección, se voltea 180 grados, lanza su americana al aire, toma una rápida carrerilla y grácilmente, a pesar de su edad y sus kilos, salta encima de la mesa de reuniones deslizándose panza abajo hacia el CFO. Atónitos, los directores observan su deslizamiento moviendo la cabeza como sucede con los espectadores de un partido de tenis. Al final del otro lado de la mesa el CFO lo ve llegar como un bólido. Expectante, abre los brazos preparándose para recibir al COO quien prosigue su acercamiento a toda velocidad, como si en vez de madera la mesa fuera de hielo. Finalmente se produce el encontronazo. El CFO, que es un enorme alemán, recoge con soltura al COO del tal manera que ambos quedan abrazados y el uno sentado encima del otro. El CFO permanece en su silla, con el COO en sus brazos asiéndolo como si de un recién nacido se tratara. En silencio fija su mirada alternativamente con cada uno de los asistentes. Finalmente espeta con su marcado acento alemán "Cadda offeja con su parreja" y sin más se funde en un tierno y apasionado beso de amor con el COO. Al momento, lo que hace unos pocos segundos eran unas enrojecidas caras de odio de los directores, se transforman en dulces cruces de miradas buscando alguna señal de complicidad. Los más avezados enseguida se toman de la mano y prosiguen el didáctico ejemplo del COO y CFO.

Angustiado, me tiro al suelo y comienzo a gatear por debajo de la mesa, mientras trato de recordar si entre todos los demás éramos pares o impares. Aprovechando un hueco entre dos sillas, gateo hacia la pequeña nevera que hay en una esquina de la sala. Me escondo tras la neverita mientras observo como evoluciona el dantesco panorama. Afortunadamente éramos impares y todos están ya amorosamente emparejados. La secretaria, impávida ante el lúdico espectáculo, se pone de pie, deshace su moño dejando mecer su larga cabellera, se desabrocha la blusa y el sujetador y comienza a bailar una muñeira alrededor de la mesa de reuniones. Sus senos turgentes botan y rebotan al compás de sus saltos y del estribillo que desafinadamente caturrea "Vengo de Ourense, vengo de Luuuuugo, y traigo la gaita, metida en el cuuuuulo".

Abro la neverita y aliviado veo el último Red Bull, lo bebo ansiosamente rogando que me de alas para salir rápidamente de este lugar. Al momento me convierto en un pajarillo que, asustado, revolotea por lo alto de la sala buscando escapatoria. Pero como la conversión aviar es a todos los efectos, decido salir por uno de los ventanales ignorando por completo la existencia del vidrio. El topetazo es de tal magnitud que caigo desmayado al pie del ventanal.

Me despierto cabeza abajo, medio cuerpo en la cama y medio fuera, la cabeza apoyada en el suelo entre la mesilla de noche y el borde de la cama. El hambre aguijonea mi estómago con furia. A trancas y barrancas logro levantarme y llegar hasta la cocina. Acabo de tomar una decisión irrevocable. Las ensaladitas me sientan fatal. A partir de hoy seguiré la dieta del vegetariano de segundo grado. Lo que en román paladino significa dejar que los bichos se coman lo verde, y yo limitarme a comer a los bichos. A pesar de ser las tres de la madrugada, saco un enorme chuletón del congelador mientras trato de calcular la de kilos de verde que tiene que haber comido la vaca para producir semejante pieza.

lunes, 2 de julio de 2007

Encogiendo...

Otro día más. Otro de esos que se antojan largos, que parecen no acabar nunca. Luce el sol esplendoroso. Como la yema de un huevo. Un huevo frito con puntillas, la yema al punto, ni dura ni cruda, acompañado de patatitas souflé crujientes, con el toque justo de sal. La vecina sale a comprar el pan acompañada de su perro, un perro salchicha, delicioso, abrigado por sendas mitades de una crujiente baguette y acompañado de bacon ahumado, cebollita confitada y dos chorretones de mostaza y ketchup. Cruzo el seto, verde como un campo de espinacas, rehogadas con tocinito, pasas y piñones. A mi lado, esperando a que el semáforo de peatones se ponga en verde, una señora mayor tiene una cara redonda como una pizza cuatro estaciones, con doble de queso, champiñones, jamón cocido, anchoas y bonito en aceite. Pienso en lo primero que tengo que hacer al llegar a la oficina. Espero que el maldito proveedor me haya entregado el material solicitado, si no le hago picadillo. Como el filete cuando se mete por la picadora y observas como por los agujeritos aparece, meloso, el picadillo para preparar unas albondiguillas mar y montaña, a base de una salsa de sofrito pochado lentamente -hay que evitar que la cebolla se queme- y acompañado de sepia troceada y langostinos, de Huelva preferentemente. Paso por el departamento de compras a ver que noticias me da del puñetero proveedor. La administrativa es bajita y rechoncha, lleva un perfume con ligero toque a mandarina, así que la pelo y me como sus gajos jugosos, dulces y ligeramente ácidos. El material aún no ha llegado, así que tendremos que hacer un arroz caldoso de bogavante como plan alternativo antes de que nuestro cliente monte en cólera por el retraso.

Hoy será un día muy largo, tremendamente largo… todos son largos desde que empecé la dieta y encima no me quito esta canción de la cabeza