domingo, 9 de diciembre de 2007

Sit!

En la comida dominical de cada domingo (por eso es dominical), me contaba mi madre una peripecia de unas amigas suyas. Éstas, tres viudas septuagenarias, decidieron irse a Nueva York para hacer las compras de Navidad. Son señoras de bien, de esas que se casaron con maridos adinerados que trabajaron mucho durante su vida para poder espicharla pronto y dejar que sus parientas tuvieran la ocasión de patearse la fortuna mediante una divertida y prolongada viudedad. Además es habitual en este tipo de mujeres que, tras un tiempo apenadas por el finado, el cambio de estado civil parezca rejuvenecerles y no dudan en recuperar el tiempo perdido.

Eligieron ir a Nueva York por aquello de que el dólar está por los suelos y poder practicar el "gifmitú", término por el cual los agradecidos mercaderes de las tiendas de la quinta avenida identifican a los derrochadores clientes españoles que acuden ansiosos cada ciclo que el dólar está barato. No era esta la primera vez que pisaban tierras americanas, pero si la primera que iban solas.

Como no podía ser menos, las tres señora se alojaron en el Plaza. Una tarde, llegaron al hotel cargadas de bolsas tras su largo periplo por la gran manzana, de tienda en tienda, como el juego de la oca. Llamaron al ascensor, entraron y picaron el indicador de su planta.


Cuando las puertas estaban a punto de cerrarse, una mano se interpuso entre las puertas y éstas volvieron a abrirse. Al pronto entró en el ascensor un enorme gigante negro, calvo, con un brillante aro en su oreja izquierda, unas grandes gafas de sol tan oscuras como él y acompañado de dos Doberman.

Ellas, malacostumbradas, soltaron un tímido "jelou", ignorantes de que en los EEUU la gente jamás se saluda en los ascensores. El enorme gigante negro, sin pronunciar palabra, picó su número de piso y se volvió de espaldas a la tres señoras de cara hacia las puertas del ascensor. La tres señoras, atemorizadas ante la imponente figura, se arrinconaban en la parte trasera, mientras que el enorme gigante negro y su dos canes ocupaban todo el resto del ascensor, ya de por sí bastante grande.

El ascensor comenzó a subir en medio de un silencio sepulcral. De repente, sin mediar aviso, el enorme gigante negro, con su gran vozarrón, gritó:

¡SIT!

Ambos perros, obedientes, se sentaron a ambos lados de su amo. Y así permanecieron hasta llegar al piso del enorme gigante negro.

Los perros salieron primero y el enorme gigante negro, al salir, ladeó levemente su cabeza el tiempo suficiente para percatarse que las tres septuagenarias, permanecían aún, obedientes y
temerosas, sentadas en el suelo del ascensor. Alguna de ellas contaría después que le pareció advertir una leve sonrisa en la cara del enorme gigante negro. Pero ninguna de ellas, con sus posaderas en el suelo del ascensor en medio de sus compras podía advertirlo con claridad.

Al día siguiente bajaron a desayunar. Cuando se dirigían al salón del desayuno, el maitre se apresuró hacia ellas para dirigirlas a una mesa especialmente bien dispuesta. En ella se disponían todo tipo de suculentos manjares, desde el más refinado caviar y Champagne, hasta todo tipo de zumos, pasteles y bollos. En medio de la mesa, una tarjeta les saludaba:

Con mis mejores deseos:
Michael Jordan