Era el 24 de mayo de 1987. Como era costumbre para esta fecha desde hacía varios años, organizaba una fiesta para conmemorar mi aniversario. El 25º en esta ocasión. A mi me gustaba hacerlo y no reparaba en gastos. Mis padres consentían en prestarme toda la zona de la piscina de la casa. Estaba en un lugar un tanto apartado, y disponía de un amplio espacio. También tenía su propio bar, en el que otrora mi abuelo se esforzaba por mantener su reputación ganada a pulso de servir los mejores dry martini a sus invitados. La pérgola, iluminada con los focos adecuados hacía la función de pista de baile. El bar y la pérgola estaban protegidas por las gigantescas ramas de un cedro centenario. He de reconocer que era un escenario ideal para organizar fiestas, y lo corroboraba el hecho de que unas 150 personas acudieran año tras año sin falta. Las fiestas acababan no antes del amanecer, con chapuzón en la piscina incluido, tanto si se tenía traje de baño como si no. Los más veteranos ya venían preparados, pero siempre había algún despistado o alguna incauta que acaban en la piscina tal cual iban vestidos. Eran otros tiempos y la ventaja de estar en un pueblo pequeño cerca de Barcelona. Por una pequeña propina, daba aviso a la guardia urbana, quien vigilaba los coches aparcados para evitar malas tentaciones a los rateros, y hacían la vista gorda si algún invitado salía con alguna copa de más. Es más, sabían a ciencia cierta que ninguno salía sin haber tomado un montón de copas.
Mis mejores amigos sabían que una de mis ilusiones era tener un loro para poder amaestrarlo. Así que aprovecharon la ocasión para regalarme a Camilo. Camilo era un loro gris con la cola de color granate. Según les dijo el vendedor, era un loro joven, de no más de 20 años. Teniendo una expectativa de vida de cien años, podemos admitir que era un loro relativamente joven.

Como por aquellas fechas no había internet, no sabía muy bien como se educaba a un loro. Así que al principio me limitaba a observarlo. Camilo tampoco tenía internet así que también se dedicaba a observar su nuevo ambiente. Como era un loro muy espabilado y perspicaz, enseguida notó la especial aversión que mi padre le mostraba. Cada vez que pasaba por al lado de su jaula gruñía un "loro cabrón". Así que las primera palabra que aprendió Camilo fue "Cabrón". Pero como era muy inteligente, asoció esa palabra única y exclusivamente cuando mi padre pasaba junto a su jaula. Rápidamente se inició una curiosa relación de enemistad airada, ya que por cada "Cabrón" que Camilo le espetaba a mi padre, colérico se revolvía con un "hijoputa". Hasta que Camilo también se la aprendió, por lo que mi padre, más enfurecido aún, le devolvía toda serie de improperios. Y así se formó un círculo vicioso entre mi padre y Camilo, de forma que a los pocos meses, era el loro mas malsonante sobre la faz de la tierra.
Al principio Camilo era muy asustadizo. Cuando metía la mano en su jaula para introducir su trozo de yeso, me pegaba unos picotones que hicieron sangrar mas de una vez. Con el tiempo se fue acostumbrando, e incluso le encontró el gustirrinín a que le rascara la nuca. Cuando me veía acercarme a él exclamaba en voz bajita "Guriguri" que en el idioma de los loros grises significa ráscame, bajaba su cabezota y la aproximaba a los barrotes para que pudiera introducir mi dedo y rascarle ¡Cómo le gustaba! A pesar de ser un marrano empedernido, le fue cogiendo el gusto por el aseo. El aseo de su jaula, claro, él no se aseaba nunca. Ya he mencionado anteriormente que era un loro muy avispado. No tardó mucho tiempo en reconocer que la empleada del hogar era la que realizaba las labores de limpieza. Así que, paciente, observaba como la mujer pasaba el aspirador por toda la estancia, barría o fregaba. Cuando la pobre mujer acaba de limpiar la zona de la casa donde estaba Camilo, éste se aferraba con sus garras fuertemente al palo central de su jaula y comenzaba a emitir un rugido muy semejante al ruido del aspirador de casa, a la vez que batía violentamente sus alas hasta que todas las cáscaras de pipas y suciedades propias del animal, volaban hasta desparramarse por todo el salón. La pobre señora, lejos de apreciar la inteligencia del animal, le atizaba unos escobazos a la jaula que a punto la hacían caer al suelo. Escobazos que Camilo celebraba con algo muy parecido a unas sonoras carcajadas. Pero finalmente Camilo se salió con la suya, ya que al poco tiempo, cuando la señora venía a realizar sus trabajos, lo primero que hacía era limpiar la jaula de Camilo. Pobre de ella el día que no siguiera tan marcado protocolo. Camilo no la perdonaba.
Con el calor del verano se me ocurrió que Camilo merecía mejorar su calidad de vida. Así que logré convencer al carpintero del pueblo para que le fabricara una peana con un buen palo sobre el que asirse. Saqué a Camilo de su jaula y le puse un grillete en su pata que le unía a la cadena de la peana. La peana disponía de su comedero de pipas y su abrevadero. E incluso de un alambre para colocar el yeso que tanto le gustaba roer. Saqué a Camilo al porche que daba al jardín interior. Camilo observaba el nuevo entorno sin barrotes que le estorbaran. Aunque a la vez le protegían por lo que también se mostraba asustado. Le dejé un rato a solas para que se acostumbrara. Al cabo de unos minutos le oí chillar como si le estuvieran degollando. Me temí lo peor, tal vez el perro, o peor aún el gato, se estaban ensañando con el pobre Camilo. Al llegar observé el dantesco espectáculo. Camilo no estaba acostumbrado a portar una cadena en su pata y al moverse por la peana la había enredado de un modo inaudito. La cadena daba vueltas por toda la peana y los comederos a la vez de Camilo estaba boca abajo, con una pata colgando de la cadena y la otra al aire intentando asirse a un palo imaginario, a la vez que chillaba como en él era acostumbrado cuando se cabreaba. Desaté al pobre loro y recompuse de nuevo la peana y la cadena. Ya más calmado comprendió como funcionaba su nueva casa y permaneció encantado en ella. Cada verano Camilo esperaba la llegada del buen tiempo para salir de su jaula a la peana.
Una de las cualidades de Camilo era su facilidad por el silbido. Le enseñé a silbar "La marcha del Coronel Bogey" de la película "Un puente sobre el río Kwai". Camilo se mostró como un alumno muy disciplinado y cada vez que fallaba una nota se enfadaba como una mona y se ponía a maldecir como marinero borracho de los bajos fondos, gracias al rico aporte de improperios que mi padre le había enseñado. También resultaba notoria su aversión por los abrigos de piel. Nos dimos cuenta una vez que vinieron unos amigos de mis padres invitados a cenar. La señora llevaba un espectacular abrigo peludo de armiño blanco. Al aproximarse a la jaula de Camilo, éste comenzó a chillar como un desposeído. Rápida de reflejos, la invitada se percató del motivo y dejó caer al suelo su abrigo. Al instante Camilo cesó de chillar. Cuando recogimos el abrigo Camilo no le quitaba el ojo de encima, y si hacíamos el gesto de acercarlo a la jaula, se le erizaban las plumas y volvía a chillar como un energúmeno. Desde entonces, cualquier invitado debía desprenderse del abrigo en el recibidor y no osar entrar en el salón con la prenda puesta.
Camilo murió de un resfriado, del que no se pudo recuperar a pesar de los vanos intentos del veterinario. Al volver del funeral de mi abuela, Camilo yacía en el fondo de su jaula patas arriba, como si hubiera visto como se muere un pájaro en los Looney Tunes. Aquella noche lloré amargamente, no se si tanto por mi abuela como por mi querido Camilo.
Cada vez que escucho la marcha del Coronel Bogey, veo a Camilo silbándola con ahínco y moviendo su cabezota al compás de los silbidos.