lunes, 22 de octubre de 2007

Mi primer conejo

Eran la cinco y media de la madrugada. El vetusto reloj despertador de campana tronó desaforadamente, mientras bailoteaba encima de la mesilla de noche haciendo mas difícil aún la tarea de pararlo. Por el pequeño ventanuco de la vieja habitación, asomaban los plateados rayos de la luna, indicando que aún era noche cerrada. Lo normal en un mes de noviembre a esa hora. Salir del viejo camastro se antojaba misión imposible. Los siete colchones de lana habían cedido al peso del cuerpo durante la noche y formaban una uve blanda y calentita que unida a las cinco mantas de lana creaban una prisión de la que resultaba difícil escapar. A duras penas logré parar el despertador, que seguía brincando al son de sus campanadas y desafiando los escasos límites de la mesilla de noche. El gesto bastó para confirmar el peor pronóstico. Los escasos segundos que saqué la mano para silenciar el despertador confirmaron que la temperatura de la habitación, sobrepasaba escasamente los cero grados. Sobrecogido, destapé mi cara lo suficiente para asomar la nariz y boca para soplar en dirección al ventanuco y observar como una espesa nube de vaho se cristalizaba en hielo tan pronto tocaba el fino cristal de la ventana.

Creo que me hubiese quedado dentro del enorme camastro de no ser por la sabia naturaleza que se aprestó a retorcerme la vegiga desconsoladamente. Así que no me quedó mas remedio que serpentear por las mantas hacia el borde del camastro y deslizar la mano en busca del orinal. Un precioso orinal con un acabado porcelánico blanco rematado por unas bandas azules en sus bordes y asa. En ese viejo caserón, sólo había un lavabo, de reciente factura, y estaba en la planta inferior. A duras penas logré incorporarme, calzarme las zapatillas y liberar la incómoda presión de mi vejiga. A medida que miccionaba, una espesa nube de vapor ascendía desde el enorme y blanco orinal y se fundía con la procedente de la respiración, creando una enorme nube blanca que se extendía lentamente por la vieja habitación. Vertí un poco de agua helada de la jarra en la palangana del viejo lavabo para lavarme manos y cara lo que acabó por despertarme del todo.

Me vestí a todo lo deprisa que me fue posible, maldiciendo cada vez que me colocaba una de las heladas prendas. A medida que recuperaba el calor corporal, me miré en el agrietado espejo. La pinta era estupenda. La nueva parka de Loden verde tirolés, iba a juego con el gorro, también de Loden verde tirolés, del que destacaba una estilizada pluma de faisán, cuyos tonos marrones hacían conjunto con los pantalones de pana gruesa y las enormes chirucas, también nuevas de trinca. Doblé la braga para guardarla en el bolsillo izquierdo de la parka, y reservé el derecho para los guantes. Unos guantes de lana, también verde, con refuerzos de cuero. El guante derecho disponía de una abertura en la parte interior del dedo índice, que permitía sacar el dedo en el momento apropiado y disponer de toda su sensibilidad. Este detalle, a la hora de apretar un gatillo tenía su importancia. y mientras no le dieras uso, podías mantener el dedo calentito dentro del guante. La verdad es que hay gente que piensa en todo, y para estas situaciones es cuando se agradecen estos pequeños detalles tan ingeniosos. Por fin, a mis 16 años, había obtenido el permiso de armas y mi licencia de caza. Y hoy era el día de mi estreno como cazador. La emoción transpiraba por cada poro de mi piel.

Bajé las angostas escaleras y entré en la enorme cocina. Alrededor de la mesa estaban sentados los comensales dispuestos a dar buena cuenta del generoso desayuno que doña Felipa se prestaba a preparar. Doña Felipa era una viuda bien entrada la cincuentena. Su pelo blanco, recogido en un apretado moño, contrastaba con su vestimenta completamente negra. Desde hacía varios años en que enviudó, dedicó su enorme caserón para hospedar a los cazadores del coto. Se afanaba en cargar leña a la vetusta cocina de hierro, en donde diferentes cazuelas y sartenes humeaban y expedían un apetitoso aroma. Al poco unas fuentes de alubias con chorizo, callos, huevos fritos con panceta y pan recién horneado humeaban tentadoras en el centro de la mesa. No hizo falta dar el pistoletazo de salida para que los comensales dieran buena cuenta de las viandas. El ágape se cerró con una generosa ración de café y un aguardiente casero que hacía peligroso fumar mientras se bebía. La verdad es que doña Felipa como sabía resucitar a un muerto. A la media hora, no parecía que fueran esas tempranas horas de la madrugada ni que en el exterior estuviéramos a varios grados bajo cero.

Cuando salimos para cargar los Jeeps, ya comenzaba a clarear. Sobre la espesa neblina, un tenue resplandor anunciaba por donde iba a emerger nuestro astro rey. Unos cuervos sobrevolaron la charca colindante, ocasión para que el guarda exclamara un sonoro "¡Cuando el grajo vuela bajo, es que hace hace un frío del carajo!". Los perros aullaban nerviosos y alborozados, sabedores del día que se les ponía por delante. Labradores, pointers, beagles bracos y bretones, formaban la variopinta jauría de caza y disputaban el mejor ladrido para recibir unas palmaditas en sus tensos lomos. Cargamos las escopetas, municiones y abrigos en los viejos Jeeps, unos Jeep Willy que habían servido en la guerra de Corea, y que se adaptaban perfectamente al rudo perfil de los Monegros. Oligario, el mulero, cargó la mula con viandas, munición y botas de vino, y tras acordar con el guarda la zona de caza partió lentamente con su mula al destino acordado. Los demás nos repartimos en los Jeeps y nos dirigimos hacia la zona de caza asignada para jornada.

A medida que traqueteábamos por los senderos pedregosos, atravesamos las llanuras de campos sembrados de cereales y nos dirigimos hacia el norte al pie de una zona más montañosa. La zona tenía sembrados de trigo y varias charcas, por tanto ideal para que las bandadas de perdices merodearan por sus alrededores. Al llegar a destino, desembarcamos y comenzamos a rellenar las cananas de cartuchos y montar las escopetas. Entretanto, el guarda conversaba con el notario y los mayores para montar el ala de caza y el recorrido a realizar. Durante muchos años, el notario fue el dueño exclusivo del coto. Pero desde hacía poco lo había abierto a nuevos socios para amortiguar los altos costes de mantenimiento. Oportunidad que mi padre y sus amigos aprovecharon. Este fin de semana se había accedido a que cada socio trajera un hijo para estrenarlo en la actividad cinegética. Los novatos montamos nuestras armas, por regla general viejas escopetas que los mayores tenían en desuso. En mi caso una vieja Franchi repetidora de muelles, que tenía cosida la culata por alguna fractura del pasado. No obstante, a mi me parecía la mejor escopeta del mundo. El guarda se nos acercó y nos comentó que los novatos, para aprender a disparar, se nos iban a poner unos topes para limitar un único cartucho en la recámara. De esta manera, disponiendo de un único disparo y por tanto una única oportunidad, nos esforzaríamos en apuntar bien. No comentaré la cara de idiota que se nos puso. En especial la mía, que disponiendo de una repetidora de cinco disparos, me la limitaran a uno.

El guarda comenzó a organizar al ala, que es la disposición de la línea de cazadores. Él se situó en la cima del montículo, desde el cual podía divisarnos a todos e ir controlando que la línea se mantuviera. A partir de ahí ladera abajo, nos fue situando a los jóvenes novatos y en las laderas inferiores y vaguadas se situaron los mayores. Al toque de su trompetilla, comenzamos a caminar. Bueno, lo de caminar es un decir. A medida que avanzábamos, debíamos pivotar alrededor del guarda que se mantenía en la cima y nos azuzaba para acelerar el paso. En la parte inferior, los mayores caminaban lentamente por las vaguadas alertas a los desempeños de sus perros que recorrían incansables las laderas arriba y abajo olfateando los rastros de sus presas.

Los jóvenes novatos, debíamos escalar las laderas de las montañas a un ritmo frenético. Estábamos mas atentos a no tropezar al con alguna zanja o pedrusco que otra cosa. Cuando no tener que trepar por los innumerables muretes de piedra, o sortear punzantes zarzales o espesas sabinas. Las subidas se hacían interminables y las bajadas exigían un terrible esfuerzo muscular. Durante la primera hora no hicimos mas que caminar. No vimos ni una perdiz o liebre. A medida que avanzábamos, el terreno se hizo más agreste, las subidas más empinadas y las bajadas más peligrosas. El guarda ya oteaba a los bandos de perdices y nos conducía hacia ellas. Los perros olfateaban sus rastros y se mostraban cada vez mas nerviosos e inquietos. El sol ya había salido y a medida que ascendía también comenzaba a levantarse el cierzo, un viento de poniente muy típico del Aragón.

Al filo de cumplir la primera hora de marcha, ya estábamos alcanzando la primera bandada de perdices. Ascendíamos por una abrupta ladera y el guarda nos azuzaba para mantener el ritmo y no perder la línea con los mayores que ya esperaban en las vaguadas inferiores. La canana, repleta de cartuchos, me parecía pesar una tonelada, y mis brazos apenas podían sostener la escopeta. Llegamos jadeando a la cresta, con la respiración entrecortada, los labios partidos por el gélido cierzo y el corazón a punto de estallar. De repente oímos una fuerte aleteo y a la bandada de perdices. Al vernos emprendieron el vuelo y rápidamente enfilaron ladera abajo. Salieron demasiado lejos para que pudiéramos tener opción a disparar. Pero no para lo mayores, quienes, cómodamente apostados en la vaguada, vieron con tiempo suficiente como la bandada emprendía el vuelo en dirección hacia ellos. El guarda alborozado les avisaba innecesariamente hasta que una tronada de disparos rompió el monótono silbido del cierzo. Tras un pim-pam-pum que se nos antojó interminable, oímos como los mayores llamaban a sus canes para recuperar las piezas abatidas. Lo único bueno para los jóvenes novatos es que aprovechamos ese lapso para recuperar el aliento.

La jornada siguió, y nosotros subiendo y bajando laderas escarpadas e interminables para cada vez que asomábamos por las crestas espantar a las bandadas que, una y otra vez, enfilaban sus vuelos hacia las vaguadas en donde les esperaban las escopetas de los mayores. El cierzo subía de intensidad y se clavaba como aguijones en la cara y ojos. El aire frío laceraba nuestros pulmones y congelaba las escasas gotas de sudor que escapaban a nuestros gorros y bragas. Tras cinco horas de martirio, llegamos a la zona donde nos esperaba Oligario con su mula para hacer un receso. Una pequeña ladera bajo un solitario e insólito pino. Los novatos nos estiramos tan pronto llegamos incapaces de sostenernos. Los mayores se dedicaron a dar buena cuenta de la bota de vino, mientras contaban sus piezas abatidas y se las pasaban a Oligario para que las cargase en la mula. Oligario repartió unos bocadillos de cecina ensartados en unos chuscos de pan. Aunque resecos y algo duros, nos supo a gloria. Ninguno de los novatos habíamos tenido la ocasión de pegar ni un sólo tiro. Las piernas y brazos nos temblaban por el esfuerzo realizado mientras pensábamos aterrorizados que aún nos quedaba por hacer el recorrido inverso.

La vuelta fue aún peor. El cierzo nos venía de espaldas, por lo que las perdices nos oían venir con antelación y anticipaban su vuelo antes de poder tenerlas a tiro. El cierzo soplaba en su apogeo, a unos 60 o 70 Km por hora. Las perdices, resabiadas, empopaban el cierzo en su cola y parecían misiles mas que pájaros. En nuestra desesperación disparábamos, fuera de distancia, aunque sólo fuera para calentar el cañón de la escopeta y así calentar levemente nuestras ateridas y congeladas manos.

La jornada acabó hacia las cuatro de la tarde. Los mayores hicieron un satisfecho balance de 32 perdices abatidas y tres liebres. Los novatos apenas nos sosteníamos en pie, pusilánimes y decepcionados. No habíamos tenido ni tan siquiera opción. Mirábamos de soslayo a a los mayores maldiciendo nuestra suerte.

Oligario intentó levantar nuestro ánimo, y para ello organizó un concurso de "tiro a la boina". Ponía a cada novato enfilando un barranco y lanzaba su boina como si de una perdiz se tratara, ofreciendo un generoso trozo de cecina extra a quien atinara. A quien lo lea le parecerá sencillo, pero que no se engañe. Atinar una boina en pleno vuelo y empujada por el cierzo, es ardua tarea. Los novatos fuero pasando unos tras otro sin éxito. Finalmente llegó mi turno. Me había percatado que de la forma que Oligario lanzaba su boina, de manera que al llegar al zenit de su ascensión, la boina viraba hacia la izquierda por el empuje del cierzo. Así que cuando Oligario la lanzó, encaré mi escopeta siguiendo la trayectoria de la boina, y cuando ésta pareció dejar de ascender, apunté hacia la izquierda y sin pensarlo más apreté el gatillo. La boina hizo un extraño al ser atravesada por los incontables perdigones y cayo al suelo a pocos metros del incrédulo Oligario. Me dio el trozo extra de cecina, mientras trataba de alisar su perforada boina y mascullando un "cómo se lo cuento yo a la parienta"...

Cada dos semanas volvíamos al coto para repetir la experiencia. A la tercera, me salió un conejo de un matorral. Perseguido por uno de los perros, saltaba y brincaba dando bruscos quiebros tratando de zafarse de su fiero perseguidor. Lo tenía encarado y esperé el momento oportuno en que no tuviera al perro en la trayectoria de tiro. Disparé y una nube de polvillo se levantó alrededor del infortunado gazapo, quien dio un cataléptico salto de metro y medio y se quedó tendido tan largo era. El perro lo enganchó entre sus fauces y se dirigió hacia mi moviendo su rabo enérgicamente en señal de satisfacción. Tras voltearme tres o cuatro veces, posó su presa a mis pies y esperó a que le diera unas cuantas palmaditas en señal de aprobación. El conejo, tieso, tenía su enorme ojo abierto y aunque inerte, me miraba fijamente. Me invadió un terrible pesar. Mis ojos se humedecieron mientras me acordaba de las escenas de Tambor en la película Bambi. Me sentí un miserable pensando en que mamá coneja y sus hijitos conejitos esperarían en vano a que papá conejo llegara a cenar a casa. Cuando me agaché a recogerlo, las punzadas de dolor de mis piernas me recordaron lo que me había costado. Así que el atisbo de pena y remordimiento se fue con el cierzo y el conejo a mi zurrón.

Con el tiempo aprendí a disparar a las perdices. La técnica de un sólo cartucho en la recámara para atinar a las perdices de los monegros volando como misiles en pro del cierzo fueron unos maestros impagables. Creo que nunca estuve tan en forma como entonces. Los músculos de mis piernas eran duros como el acero. Cuando años más tarde cambiamos de coto y nos fuimos a otro en Guadalajara, disparaba como los ángeles, siendo capaz de abatir dos o tres perdices de una volada y aguantaba sesiones de caza de 8 o 10 horas sin rechistar, por duro que fuera el terreno.

Hace casi 20 años que ya no cazo. Los cotos se fueron degradando. Se dejó de sembrar trigo y en las vaguadas yermas no criaba la perdiz. La poca que criaba moría con los pesticidas o sus nidadas destrozadas por las máquinas de segar. Llegó un momento que los cotos ya no eran cotos y por más que los cazadores fomentaran el cultivo del trigo, hicieran zonas de repoblación y demás intentos por preservar la perdiz. Entre la despoblación rural, la caza de furtivos, la maquinaria agrícola y los pesticidas acabaron con la fauna de los cotos.

De vez en cuando tengo que ir a Zaragoza. Cuando atravieso los Monegros me acuerdo de doña Felipa y sus guisos, de Oligario y su boina agujereada. Pero sobre todo me acuerdo de esas perdices, resabiadas, volando como misiles empopadas al cierzo.

24 comentarios:

Madame Vaudeville (Chus Álvarez) dijo...

Qué bueno leerle de nuevo, querido Luigi.
¿Sabe? Me enganchó su relato. Me gusta sobre todo el comienzo; esos primeros párrafos que se viven a cámara lenta, pasito a pasito; despertando con usted en esa mañana de estreno cazadoril.
No soy amiga de la caza (y prácticamente vegetariana. Me pasaría como a usted imaginando al pequeño Tambor en Bambi.
¡Ays, pobre papá conejo..!

Besos ocultos en el zurrón

Luigi dijo...

Le puedo asegurar tras que ocho horas trotando por los monegros, cargando con una escopeta que pesa siete kilos más otros tres kilos de munición y se le quitan las penas.

alfonso dijo...

Muy buena la descripción de esa primera experiencia, especialmete la arrancada inicial. He pasado mucho frío, me ha recordado alguna experiencia similar, aunque no de caza.
Por otra parte, hay que conocer Los Monegros para entender la dureza de la experiencia.
Pero bueno, al final ¡Hubo un conejo!

rAnita nOe dijo...

oye, voy a tardar otros 22 días en terminar de leerte..
besos

Luigi dijo...

Apreciado Ñoco, gracais por sus comentarios. Ya sabe el dicho "Donde hay Conejo, hay alegría"


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Querida Ranita, que le vamos a hacer, por eso tardo tanto en publicar un post, soy un incontinente literal :-)

vaderetrocordero dijo...

Joder que susto! Con ese título pensé que nos iba a relatar su desvirgamiento! Lamento no pasarme por aquí todo lo que me gustaría, pero no tener internet no ayuda!

Luigi dijo...

Apreciado Vaderetro, no le quepa la menor duda que en lo referente al arduo esfuerzo por conseguir el primer conejo, es prácticamente equivalente al desvirgamiento.

Miss.Burton dijo...

Me parecía estar leyendo, a ratos, a Delibes... luego en las crudezas, a Quevedo... y finalmente, un toque humorístico tipo, Alvaro de la Iglesia y Cela por delante....
Muy agudo, muy descriptivo, muy visceral... muy bueno¡¡¡
Podría ser el capítulo de alguna serie de la España profunda, no crée??? Peroenmoderno, clarooooooo¡

Margot dijo...

Muy bueno lo suyo, el relato, digo... aunque el tema me diera para más de un coscorrón moralista pero se lo voy a ahorrar. Hoy me encuentro poco demagoga yo.

Y también me gustó lo de su falda, me hizo reir.

Un saludo!

Luigi dijo...

Querida Delirium:

Le agradezco sus inmerecidas comparaciones que me acaloran hasta el punto de que mi cara hace conjunto con los cuadros de mi falda escocesa.

Sobre la España profunda, se sorprendería de que no hay que remontarse tanto tiempo atrás.

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Querida Margot:

No crea que no pensé mas de una vez el riesgo de recibir mas de un coscorrón moralista. La caza, para los profanos, puede resultar hiriente. Probablemente lo sea en muchos casos.

Afortunadamente, en la etapa que yo viví, aprendí y puse en práctica lo que es la conservación de la fauna, del medio ambiente, de la preservación de las especies y un largo etc. Se que le sorprenderá, pero es bien cierto.

L_Y_R dijo...

ayayayayayyyyyyy no habia visto que teniamos nuevo relato!!! pero es muy largo para un escape de oficina... asi que esta tarde o esta noche (segun se tercie...) usted me va a hacer compañia un ratito...

ole ole!!

Coco Becerra (Pepe Boada) dijo...

Estoy muy de acuerdo con l_y_r, esto hay que tomárselo con calma.
Así que, campanudo Luigi, en cuanto nos sirva un vaso de calma con gaseosa, me comeré este conejo que nos ofrece.
Espero, eso sí, que nunca le dé por matar y guisar un elefante. Por comparación con el tonelaje del texto resultante, los Episodios Nacionales quedarían convertidos en sello de correos. Postal, digo.

Luigi dijo...

Querido Lyr: Espero sus comentarios. El mes que viene o antes de Navidad tal vez :-)

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Apreciado Coco: Lamento no tener galletas que ofrecerle, se las comió el otro monstruo amigo suyo.

Gracias por sobre correos. Coincidirá conmigo que la única declinación razonable de este verbo es la reflexiva.

Mel Alcoholica dijo...

También yo me perdí en los Monegros. Y encontré una tabla de surf. Por casualidad no sería suya, ¿verdad?

Sea como sea, brindemos!

Luigi dijo...

Querida Mel: Es posible que lo sea. Lo malo de surfear por los Monegros es que te quedas sin gasolina y no tienes donde repostar.

¡Chin!

Mandarina azul dijo...

Ostras, Luigi, qué buen relato. He pensado como Delirium, me has transportado a Delibes, uno de mis grandes.
He podido sentir al comenzar a leerte cómo mi cuerpo también se quedaba helado dentro de esa habitación.
En cuanto a la caza... me alegro de que haga casi veinte años que no la practiques.
Y cambiando de tercio, ¿no te parece "cierzo" una palabra preciosa? Es como si el molesto cierzo nos quisiera compensar con la belleza de su nombre.

¡Buen fin de semana, enhorabuena por el relato y un besote!

:)

Luigi dijo...

Querida Mandarina: Agradezco que le agrade de buen grado.

¿Por Teruel también sopla el cierzo? Recuérdeme buscar una solitaria hacienda, como hacen los británicos. Ahí quisiera retirarme, pues seguro que apreciaran mi arte con la gaita.

Tosino dijo...

mE PAZARÁ CON MÁ TIEMPO A LEERTE Y RELEERTE MI ARMA.
BEZOS

Mandarina azul dijo...

Desde luego que estos días pasados sí ha soplado el cierzo también en Teruel. No quiero imaginarte lo que hubiera sido de ti con tu faldita escocesa bajo los caprichos del cierzo.

¡Y que sepas que aquí, además de otras gaitas, también se sopla la gaita aragonesa, eh! Y elefantas, alguna que otra, también tenemos. ¡Si es que nos quejamos de vicio!

¡Un beso!

Luigi dijo...

Querida Mandarina:

No me diga, ¿también hay gaitas en Teruel? Que maravilla, ya tengo decidido retirarme ahí, no le quepa la menor duda.

Y hablando de elefantas, ¿En que fecha levantan la veda?

Miss.Burton dijo...

Oiga, y ud, que sabe tanto de barrancos y españas profundas, no tendría algún mapa de un lugar tenebroso, con piedras resbaladizas, y cerca de algún acantilado mono???¿¿¿ LERETO¡

Miss.Burton dijo...

VAAAAAAAAAAAAAAA, OTRO RELATO, POR DIOSSSSSSSSS, DE SUEGRAS ENVENENADAS Y EXCUÑADAS AHOGADAS EN ALGÚN MAR PROFUNDO Y TENEBROSO.... VAAAAAAAAAAAAA¡

alfonso dijo...

Yo quisiera ser Laura.

Anónimo dijo...

Buen post, estoy de acuerdo contigo aunque no al 100%:)