domingo, 9 de diciembre de 2007

Sit!

En la comida dominical de cada domingo (por eso es dominical), me contaba mi madre una peripecia de unas amigas suyas. Éstas, tres viudas septuagenarias, decidieron irse a Nueva York para hacer las compras de Navidad. Son señoras de bien, de esas que se casaron con maridos adinerados que trabajaron mucho durante su vida para poder espicharla pronto y dejar que sus parientas tuvieran la ocasión de patearse la fortuna mediante una divertida y prolongada viudedad. Además es habitual en este tipo de mujeres que, tras un tiempo apenadas por el finado, el cambio de estado civil parezca rejuvenecerles y no dudan en recuperar el tiempo perdido.

Eligieron ir a Nueva York por aquello de que el dólar está por los suelos y poder practicar el "gifmitú", término por el cual los agradecidos mercaderes de las tiendas de la quinta avenida identifican a los derrochadores clientes españoles que acuden ansiosos cada ciclo que el dólar está barato. No era esta la primera vez que pisaban tierras americanas, pero si la primera que iban solas.

Como no podía ser menos, las tres señora se alojaron en el Plaza. Una tarde, llegaron al hotel cargadas de bolsas tras su largo periplo por la gran manzana, de tienda en tienda, como el juego de la oca. Llamaron al ascensor, entraron y picaron el indicador de su planta.


Cuando las puertas estaban a punto de cerrarse, una mano se interpuso entre las puertas y éstas volvieron a abrirse. Al pronto entró en el ascensor un enorme gigante negro, calvo, con un brillante aro en su oreja izquierda, unas grandes gafas de sol tan oscuras como él y acompañado de dos Doberman.

Ellas, malacostumbradas, soltaron un tímido "jelou", ignorantes de que en los EEUU la gente jamás se saluda en los ascensores. El enorme gigante negro, sin pronunciar palabra, picó su número de piso y se volvió de espaldas a la tres señoras de cara hacia las puertas del ascensor. La tres señoras, atemorizadas ante la imponente figura, se arrinconaban en la parte trasera, mientras que el enorme gigante negro y su dos canes ocupaban todo el resto del ascensor, ya de por sí bastante grande.

El ascensor comenzó a subir en medio de un silencio sepulcral. De repente, sin mediar aviso, el enorme gigante negro, con su gran vozarrón, gritó:

¡SIT!

Ambos perros, obedientes, se sentaron a ambos lados de su amo. Y así permanecieron hasta llegar al piso del enorme gigante negro.

Los perros salieron primero y el enorme gigante negro, al salir, ladeó levemente su cabeza el tiempo suficiente para percatarse que las tres septuagenarias, permanecían aún, obedientes y
temerosas, sentadas en el suelo del ascensor. Alguna de ellas contaría después que le pareció advertir una leve sonrisa en la cara del enorme gigante negro. Pero ninguna de ellas, con sus posaderas en el suelo del ascensor en medio de sus compras podía advertirlo con claridad.

Al día siguiente bajaron a desayunar. Cuando se dirigían al salón del desayuno, el maitre se apresuró hacia ellas para dirigirlas a una mesa especialmente bien dispuesta. En ella se disponían todo tipo de suculentos manjares, desde el más refinado caviar y Champagne, hasta todo tipo de zumos, pasteles y bollos. En medio de la mesa, una tarjeta les saludaba:

Con mis mejores deseos:
Michael Jordan

viernes, 30 de noviembre de 2007

Asturias, teléfono querido

Como buen antisocial que soy, odio las ferias y congresos. Pero el simple hecho de odiarlas no es óbice para tener que tragar con ellas cuando son exigencias del guión. Esta semana tocaba una en Gijón, que viene a ser la feria de las tecnologías de información para las Administraciones Públicas. Intenté por todos los medios evitarla, pero la semana pasada alguien advirtió mi intento de escaqueo y me tuve que apuntar. Convencí a Silvia, una de mis colaboradoras en Barcelona, para que me acompañase. La ventaja de ir a estos eventos con ella, es que además de ser muy eficiente, está como un queso y ambas características me vienen fenomenal para atraer a nuestros comerciales con sus clientes y así mostrarles la conveniencia de que adquieran nuestros productos y servicios.

Contacté con la agencia para pedir vuelos y hotel. Aún guardaba una débil esperanza de que a estas alturas ya no quedaran vuelos disponibles. Pero no pudo ser, la agencia me consiguió billetes de ida para el miércoles a las 10 de la mañana y vuelta al día siguiente a las dos de la tarde. Bien mirado la cosa no parecía muy trágica, se trataría de estar poco más de un día. Respecto al hotel, la agencia nos comentó que estaba muy difícil. Gijón estaba en plena ocupación y que se estaban reservando hoteles a 50 kilómetros a la redonda. Eso si que era un hándicap. Le pedí a Silvia que indagara a ver que podía encontrar, no me fiaba mucho de las capacidades de nuestra agencia. Al cabo de unos minutos Silvia había encontrado un hotel de cuatro estrellas en las afueras de Gijón a tan sólo cinco kilómetros de la Feria de Muestras. Así que hizo una prereserva y facilitó los datos a la agencia para que enviara el bono al hotel.

La ventaja de coger un avión a las 10 de la mañana es que no hay que madrugar, pero eso sería válido si viviera en Barcelona. Como no es mi caso, tengo que calcular el cruzar toda la ciudad en plena hora punta. Por tanto, me levanté a las 6:30 de la madrugada para poder ducharme tranquilamente, salir con tiempo, recoger a Silvia, y llegar al aeropuerto con tiempo suficiente para poder tomar un café. Ya se sabe que desde que Iberia mejoró la calidad de vida de las azafatas, no te dan ni los buenos días. A mitad de camino en la autopista hacia Barcelona, busqué el móvil para avisar a Silvia que ya estaba de camino. Pero no pude, anoche lo dejé cargando la batería y olvidé cogerlo. ¿Qué podía hacer? No podía ir en el móvil al congreso, ni tampoco coordinarme con Silvia para recogerla. Maldiciendo tomé la primera salida y di media vuelta hacia mi casa para recoger el puñetero móvil. Perdí unos valiosos 40 minutos. Cuando tomé rumbo de nuevo hacia Barcelona ya eran las 8:15 de la mañana. Avisé a Silvia que llegaba con retraso. Hecho un manojo de nervios, la recogí en Plaza España a las 9:05... veinte minutos antes de la hora prevista para el embarque. Llegamos al aeropuerto a las 9:22. Al entrar en el recinto del parking, un cartel amenazaba siniestramente con un "Parking A Completo, Parking C, completo, Parking B, muy lleno." Normal, la carencia de infraestructuras en Barcelona también afectaba habitualmente al aparcamiento del aeropuerto de Barcelona. Sin pensármelo dos veces me dirigí al aparcamiento de minusválidos. Soy de la creencia que España copia mal a los americanos. Ellos, que hacen muchas guerras, tienen un montón de minusválidos y precisan que en los aparcamientos públicos se les destinen muchas plazas. Proporcionalmente en España los minusválidos son muchos menos, gracias a Dios, pero también se les reserva muchas más plazas de las que en realidad se necesitan. Sólo en esta zona del aparcamiento había cien plazas reservadas y tan sólo una decena de coches aparcados con su correspondiente acreditación. Tras aparcar en una de las plazas reservadas, cogí un papel y en mayúsculas escribí "CONVALECIENTE DE CIÁTICA" con la fútil esperanza de enternecer al policía vigilante y que no se me lo llevara la grúa. Cogimos las maletas y nos dirigimos a la zona de embarque. Por si acaso nos estuvieran monitorizando por alguna cámara de videovigilancia, caminé cojeando visible y exageradamente, para guardar una cierta coherencia con el cartelito. Logramos llegar a tiempo. Tan a tiempo que el habitual retraso de Iberia nos permitió tomar un café antes de embarcar. El aeropuerto de Barcelona tiene un montón de fingers para que en las fotos parezca un aeropuerto moderno. Pero como siempre, el embarque lo hicimos a través del autobús de las narices. Total que el vuelo de las diez despegó puntualmente a las 10:35.

Llegamos a Asturias y fuimos a recoger el coche de alquiler. Un Opel Zafira ranchera de color negro que casi parecía un coche mortuorio. Le enganché el Tom-Tom que me había traído y puse la dirección del hotel para dejar las maletas. Llegamos sin problemas, gracias a las indicaciones del navegador. Hicimos el check-in y subimos a las habitaciones para dejar las maletas. Minutos después ya estábamos en el coche rumbo a la Feria de muestras. Pero a mitad de camino le dije a Silvia -No te lo vas a creer, pero me he vuelto a olvidar el móvil en la habitación-, así que media vuelta de nuevo soportando las risotadas de Silvia, a la vez que para mis adentros pensaba "¿Estaré empezando a chochear?"

La jornada en el congreso transcurrió como era de esperar. Un montón de caras conocidas, gente que hace meses o años que no había visto, los que ahora están trabajando en tal o cual organismo y ocupan tal cargo, colegas del sector que han cambiado de empresa y, lo peor de todo, gente que me reconoce y de la que soy del todo incapaz de recordar a quienes les devuelvo el saludo con la mejor de mis sonrisas y como si los conociese de toda la vida. Por eso, entre otras cosas, considero que soy un antisocial. Aparte que de tanto poner cara de sonrisa, temo que al final me de un rictus y me quede la cara de "Joker" como Jack Nicholson en Batman.

A las16:30 daba una conferencia uno de nuestros comerciales, Fernando, un tipo muy simpático y guasón con el que me llevo muy bien. Minutos antes me lo encontré muy preocupado por que viniera alguien a su conferencia. Todas las conferencias de la mañana se habían cancelado por falta de asistentes. Es lógico ya que los funcionarios que asisten a estos eventos sólo persiguen proveedores que les inviten a comer, a cenar y correrse una buena farra y no a escuchar aburridas ponencias sobre tecnología. Él llevaba tres días de comidas, cenas y farras y sus ojeras no podían disimular tan frenético ritmo de vida. Para animarle un poco le dije que Silvia y yo asistiríamos para hacer bulto, gesto que acabó por desanimarle del todo. Un minuto antes del comienzo, estábamos en la sala Silvia y yo en la última fila de oyentes junto a un par de compañeros mas y Fernando ocupando el atril del conferenciante.

Fernando preparado para dar su
conferencia ante la nutrida audiencia



Cuando ya estaba dispuesto a renunciar a dar su conferencia, entró en la sala un asistente de verdad (más tarde nos enteramos que era un alto cargo de Hacienda, que mala espina), por lo que maldiciendo para sus adentros inició su conferencia. La sala de conferencias estaba situada en la segunda planta de uno de los pabellones del recinto ferial. La llamaban la Sala de Cristal, porque una de las paredes laterales, orientada hacia el oeste, era totalmente de vidrio. Nada mas iniciar la conferencia, el sol comenzó a declinar, de tal manera que entraba dándonos de pleno en la cara a los cinco asistentes que intentábamos seguir la conferencia. A medida que el sol seguía su descenso, cada vez nos cegaba más, por lo que el único entretenimiento que encontré fue jugar a la ratita reflejando el sol a través de la esfera de mi reloj de pulsera en la cara de Fernando. He de admirar que en ningún momento Fernando perdió su compostura e incluso aceleró el ritmo de su presentación para alivio de todos los contertulios medio cegados por el sol. Quedó tan agradecido por nuestro soporte moral que nos invitó a cenar a un restaurante con estrella Michellin que tenía reservado para esa noche.

A las siete finalizaba el horario ferial. Nos dirigimos al hotel para descansar un poco y prepararnos para la cena. Aproveché para darme una ducha rápida y curiosear por internet acerca del restaurante. El restaurante era "La Solana" y, efectivamente, estaba premiado con una estrella Michellin. La prensa destacaba sus especialidades, la copa de berberechos con espuma de un queso del lugar, las texturas de oricios y los pescados preparados con técnicas de cocción a baja temperatura. Llamé para que me indicaran como llegar. Me indicaron que como estaba en un lugar un tanto complejo para llegar, lo mejor para el navegador era que nos dieran las coordenadas, así que anoté la latitud y longitud. Llegamos los primeros, así que nos dio tiempo a curiosear un poco. El restaurante es una delicia, situado en una casona rodeado de unos jardines exquisitos. Recomendable para quien tenga la ocasión de viajar por Asturias. Al poco llegó el autobús con los demás comensales. Fernando era el principal anfitrión, al que acompañaban un nutrido grupo de clientes suyos con cara de gran satisfacción por el ágape al que venían dispuestos a disfrutar. El menú ya estaba concertado de antemano y por la mesa desfilaron langostinos, virutas de foié con cebollita caramelizada, crema de tomate con espuma de Afuega'l pitu (un curioso queso asturiano, sobre todo por su nombre), un delicioso rape al aroma de ajos sobre patatitas a la panadera y un helado de limón sobre cuajada con salsa de caramelo, todo regado con unas 23 botellas de Solagüen Gran Reserva que hizo las delicias de 14 comensales.

Hacia medianoche finalizó la cena, y debíamos dirigirnos hacia Buddah, una discoteca que nuestra empresa había cerrado para esa noche. Esta es otra de las cosas buenas que tiene trabajar en una empresa grande. Siempre hay presupuesto para cuchipandas y saraos diversos. Nueva ruta en el navegador y camino hacia Gijón. A medio camino, empiezo a palparme los bolsillos, a la vez que me entra un sudor frío. Silvia se me queda mirando y atónita me pregunta -¿Te has vuelto a dejar el móvil?- Sin comentarios, vuelvo a poner las coordenadas del restaurante, a pesar de ir conduciendo y soportando las carcajadas de Silvia, acentuadas por la risa floja que dan las copas de vino engullidas.

Logramos aparcar a un par de manzanas de la discoteca. El color corporativo de nuestra empresa es magenta, eso dicen los de marketing. Lo cierto es que a mi me parece un color rosa maricón. Habían decorado la entrada con bandas, banderolas y luces corporativos, por lo que a mi me pareció que más que una fiesta de empresa, se estuviera celebrando una fiesta gay. Por suerte nuestros clientes son muy discretos y con tal de empinar el codo gratis se ahorran cualquier comentario crítico al respecto. La disco estaba rebosar, debía haber más de 600 personas. Para un antisocial como yo eso era como la puntilla final, así que lo único que podía hacer era aguantarme y atizarme todos los vodka con limón que pudiera. A pesar del ruido y el calor infernal, aguantamos hasta que cerraron, allá por las cuatro de la madrugada y tras doce vodkas con limón. Si no bailo ni pego botes, los digiero con dignidad. Por lo que al acabar no tuve problemas en que el navegador nos llevara hasta el hotel. Tras el siempre duro trámite de dar las buenas noches a Silvia caí en la cama y me dormí como un bebé.

El día siguiente fue duro de sobrellevar. No estoy acostumbrado a trasnochar y mucho menos si al día siguiente tengo que volver a estar con la sonrisa de Joker. Por suerte la mañana pasó rápida y a las doce nos encaminamos de vuelta a casa hacia el aeropuerto. Llegamos con el tiempo suficiente de hacer una parada en la tienda de productos asturianos del aeropuerto. En este punto, tanto Silvia como yo no tenemos piedad, así que compramos un nutrido surtido de quesos asturianos, Cabrales, La Peral, Afuega'l pitu con pimentón y varios mas que no conocíamos pero que nos recomendaron las sorprendidas dependientas, varios kits para hacer fabadas, caviar de oricios, tocinos de cielo y probamos también con unos sobaos pasiegos asturianos que nos dijeron eran mas sabrosos que los cántabros. Tal fue el acopio de viandas que las dependientas nos regalaron un libro de quesos y recetas asturianas. A duras penas entre las bolsas de las compras, maletas y regalos recogidos por los stands de los expositores logramos llegar hasta la cafetería de la zona de embarque para tomar un café mientras esperábamos la salida y hacer unas cuantas llamadas de rigor.

El aeropuerto de Asturias, aunque pequeño, se ha modernizado y dispone de cuatro fingers para el embarque de los pasajeros. No obstante, en un acto de solidaridad con las infraestructuras de Barcelona y a pesar de que todos los fingers estaban vacíos, el embarque del vuelo de Barcelona lo hicimos vía el maldito autobús, no fuera a ser que nos mal acostumbraran. Mientras hacíamos la cola para coger el autobús de las narices, me pareció oír el timbre de mi móvil. Empecé a palparme buscándolo por todos los bolsillos de la americana, los pantalones, la gabardina, la bolsa del ordenador... Silvia se desternillaba de risa hasta saltarle las lágrimas y entre risotadas sacó mi móvil de su bolsillo. Me lo había vuelto a dejar en la cafetería, y me lo guardaba esperando a que estuviéramos en el avión para recordarme si llevaba el móvil encima. Que graciosa.


Es que no me lo podía creer... Asturias teléfono querido

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Libiamo ne' lieti calici

El día había sido largo y tedioso. Desde el madrugón a las cinco de la mañana para tomar el puente aéreo, y el lento recorrido en taxi hasta la oficina de Madrid atravesando los interminables atascos desde el aeropuerto. Y después, una tras otra , las interminables reuniones de trabajo hasta las ocho de la tarde, interrumpidas por unas breves paradas de café y cigarrillo y un rápido, escueto y reseco sandwich al mediodía para almorzar.

Tenía media hora para darme una ducha rápida antes de que Laura pasara a recogerme y salir a cenar. Ella es mi brazo derecho en la oficina de Madrid. Tiene 33 años, es de de complexión pequeña pero bien proporcionada, de cabellera negra como el azabache con unos grandes y claros ojos azules, ligeramente saltones, que contrastan con su oscuro cabello. Es vivaz, inteligente y despierta, lo que en su conjunto podría tildar de pizpireta. Llevamos diez años trabajando juntos y mi confianza en ella es plena. Es tenaz, resolutiva y muy trabajadora. A pesar de su pequeño tamaño, tiene un carácter fuerte que no duda en emplear cuando conviene, sobre todo en las situaciones críticas. En el plano personal es muy reservada. A pesar de los diez años que nos conocemos, no se mucho de su vida personal. No tiene pareja, posiblemente porque no ha encontrado a su hombre ideal. Conociéndola, habrá puesto el listón muy alto. Así como en temas de trabajo es sumamente dicharachera, en temas personales se muestra muy reservada, se acoraza como en un búnker y evita tratar de este tipo de temas. No había tenido ocasión de hablar con ella en todo el día y teníamos varios temas pendientes que resolver. Usualmente aprovecho mis noches en Madrid para salir a cenar con compañeros de trabajo y miembros del equipo, ocasión que aprovecho para conocer los avances en los proyectos y ponerme al día con los últimos chismorreos locales propios de cualquier multinacional.

En esta ocasión íbamos a cenar solos. Así que, ¡que demonios! quería algo especial para la ocasión. No quería que fuese otra cena de trabajo como las habituales. Tenía pensado el sitio adecuado para una ocasión como esta.
A las nueve, puntual como siempre, pasó a recogerme por el hotel. Le indiqué la dirección del restaurante en donde había efectuado la reserva y nos dirigimos a través de la castellana hacia el restaurante. Afortunadamente, el restaurante disponía de aparca coches, ya que aparcar en Madrid es misión imposible. El restaurante estaba ubicada en una antigua mansión, a la que se accedía por un pequeño jardín y a unas escaleras que daban a un pequeño recibidor.



Enseguida nos atendieron y nos dirigieron a la mesa reservada. La estancia estaba decorada con gusto, acorde con la arquitectura de la casa. Presidía el comedor un enorme piano de cola situado justo en el centro, y alrededor las mesas iluminadas con velas, daban un ambiente cálido y acogedor. Nuestra mesa estaba en en centro de la sala, al lado del piano.


La carta la componían unas frases sugerentes para cada plato. Ese tipo de carta que casi es más complejo componerlas que cocinar los sugerentes platos que enunciaban. Así que nos dejamos llevar por una sugerente Crema de boletus con huevo explosionado y el Bacalao ajoarriero con tosta amapola. La bebida ya es otro cantar, pues Laura no bebe prácticamente nunca. No obstante siempre le insisto en probar diferentes vinos, con la esperanza de que algún día llegue a a apreciarlos. Para la ocasión pedí una botella Chardonnay bien fría, que sin duda acompañaría estupendamente los platos escogidos.

Al principio la conversación se centró en los temas de trabajo pendientes. La marcha de los proyectos, la situación con los clientes y los temas de personal. Como siempre, Laura traía los deberes hechos. Su informe de situación fue conciso, centrándose en los problemas a resolver y sus posibles opciones. Tras tanto tiempo trabajando juntos, ya nos conocíamos lo suficiente como para saber que es lo que queríamos el uno del otro. Así que, acabado el primer plato, ya habíamos despachado todos los temas pendientes.


Al llegar los segundos, el pianista y comenzó a tocar una pieza conocida. Laura se sobresaltó un tanto, no sólo porque estábamos justo al lado del piano, si no porque en lugar de una melodía ambiental, como podría suponerse, el pianista marcaba unos compases con ritmo y fuerza:


¡Chim, pom, pom; Chim, pom, pom,...!

El camarero, que previamente nos había escanciado el Chardonnay en ambas copas, se quedó mirándonos y, sin previo aviso entonó un:

Libiaaaaamo, libiamo ne'lieti caaaaalici
che la belleza infioooooora.
E laaaa fugge-fuggeeeeevol
oooooooora s'inebrii

a voluttà [...]
Libiamo, amore fra i calici
più caldi baci avrà.

Al pronto, el resto de camareros, realizando sus labores en el resto de mesas le responden a coro:

Ah, libiamo;
amor fra i calici

Più caldi baci avrà

Por las escaleras, descendiéndolas pausadamente, una camarera continúa con:


Tra voi tra voi
saprò dividere
il
tempo mio giocondo;
[...]
Godiam c'invita un fervido
accento lusighier.

En un crescendo imparable, soprano, mezzo, tenor, bajo y piano, enmudecen a una sala atenta al desarrollo de los acordes de La Traviata.



Tras los aplausos de rigor, y la vuelta a sus quehaceres por parte de los camareros, me vuelvo hacia Laura. Para romper la perplejidad de su rostro, cojo la copa de vino y mirándola fíjamente le asevero que no hay brindis más famoso que el que Alfredo le dedica a Violeta en el primer acto de La Traviata. Casi como un robot, devuelve el brindis con un suave chisquear de nuestras copas... Libiamo ne' lieti calici, bella Laura.

Sabía fehacientemente que no era una adicta a la música clásica, por ende tampoco a la ópera. Pero esta era mi sorpresa, y no había hecho más que empezar. Casi no me da tiempo de explicarle que La Traviata de Verdi es una adaptación de La Dama de las Camelias de Alejandro Dumas; una sinópsis sobre el amor que Alfredo Germont profesaba a la conocida cortesana Violeta Valery y como ella lo rechaza regalándole una Camelia al pobre y decepcionado Alfredo.

El resto de la velada se veía interrumpida por el pianista y los camareros deleitándonos con arias, duetos y coros de conocidas óperas de Puccini, Mozart, Bizet, Verdi... Laura, se fue dejando llevar por la música, y en algún momento álgido de una aria, hasta se le humedecieron los ojos. Al igual que los sones de las trompetas derribaron los muros de Jericó, la ópera derribó los muros de Laura. Nuestra conversión versó a temas mas íntimos y personales, sobre gustos y apetencias, sobre deseos y anhelos, esperanzas y desilusiones.

La cena duró casi cuatro horas. Los cantante-camareros fueron excepcionales y agradecían los halagos del público con nuevas piezas. La belleza de la música, la calidez de la atmósfera, proporcionó el entorno adecuado. Ahora conozco más y mejor a Laura, también ella a mi. Y seguramente estaremos mas unidos y compenetrados que antes.

Me encanta cuando se logran este estado de situaciones.

lunes, 22 de octubre de 2007

Mi primer conejo

Eran la cinco y media de la madrugada. El vetusto reloj despertador de campana tronó desaforadamente, mientras bailoteaba encima de la mesilla de noche haciendo mas difícil aún la tarea de pararlo. Por el pequeño ventanuco de la vieja habitación, asomaban los plateados rayos de la luna, indicando que aún era noche cerrada. Lo normal en un mes de noviembre a esa hora. Salir del viejo camastro se antojaba misión imposible. Los siete colchones de lana habían cedido al peso del cuerpo durante la noche y formaban una uve blanda y calentita que unida a las cinco mantas de lana creaban una prisión de la que resultaba difícil escapar. A duras penas logré parar el despertador, que seguía brincando al son de sus campanadas y desafiando los escasos límites de la mesilla de noche. El gesto bastó para confirmar el peor pronóstico. Los escasos segundos que saqué la mano para silenciar el despertador confirmaron que la temperatura de la habitación, sobrepasaba escasamente los cero grados. Sobrecogido, destapé mi cara lo suficiente para asomar la nariz y boca para soplar en dirección al ventanuco y observar como una espesa nube de vaho se cristalizaba en hielo tan pronto tocaba el fino cristal de la ventana.

Creo que me hubiese quedado dentro del enorme camastro de no ser por la sabia naturaleza que se aprestó a retorcerme la vegiga desconsoladamente. Así que no me quedó mas remedio que serpentear por las mantas hacia el borde del camastro y deslizar la mano en busca del orinal. Un precioso orinal con un acabado porcelánico blanco rematado por unas bandas azules en sus bordes y asa. En ese viejo caserón, sólo había un lavabo, de reciente factura, y estaba en la planta inferior. A duras penas logré incorporarme, calzarme las zapatillas y liberar la incómoda presión de mi vejiga. A medida que miccionaba, una espesa nube de vapor ascendía desde el enorme y blanco orinal y se fundía con la procedente de la respiración, creando una enorme nube blanca que se extendía lentamente por la vieja habitación. Vertí un poco de agua helada de la jarra en la palangana del viejo lavabo para lavarme manos y cara lo que acabó por despertarme del todo.

Me vestí a todo lo deprisa que me fue posible, maldiciendo cada vez que me colocaba una de las heladas prendas. A medida que recuperaba el calor corporal, me miré en el agrietado espejo. La pinta era estupenda. La nueva parka de Loden verde tirolés, iba a juego con el gorro, también de Loden verde tirolés, del que destacaba una estilizada pluma de faisán, cuyos tonos marrones hacían conjunto con los pantalones de pana gruesa y las enormes chirucas, también nuevas de trinca. Doblé la braga para guardarla en el bolsillo izquierdo de la parka, y reservé el derecho para los guantes. Unos guantes de lana, también verde, con refuerzos de cuero. El guante derecho disponía de una abertura en la parte interior del dedo índice, que permitía sacar el dedo en el momento apropiado y disponer de toda su sensibilidad. Este detalle, a la hora de apretar un gatillo tenía su importancia. y mientras no le dieras uso, podías mantener el dedo calentito dentro del guante. La verdad es que hay gente que piensa en todo, y para estas situaciones es cuando se agradecen estos pequeños detalles tan ingeniosos. Por fin, a mis 16 años, había obtenido el permiso de armas y mi licencia de caza. Y hoy era el día de mi estreno como cazador. La emoción transpiraba por cada poro de mi piel.

Bajé las angostas escaleras y entré en la enorme cocina. Alrededor de la mesa estaban sentados los comensales dispuestos a dar buena cuenta del generoso desayuno que doña Felipa se prestaba a preparar. Doña Felipa era una viuda bien entrada la cincuentena. Su pelo blanco, recogido en un apretado moño, contrastaba con su vestimenta completamente negra. Desde hacía varios años en que enviudó, dedicó su enorme caserón para hospedar a los cazadores del coto. Se afanaba en cargar leña a la vetusta cocina de hierro, en donde diferentes cazuelas y sartenes humeaban y expedían un apetitoso aroma. Al poco unas fuentes de alubias con chorizo, callos, huevos fritos con panceta y pan recién horneado humeaban tentadoras en el centro de la mesa. No hizo falta dar el pistoletazo de salida para que los comensales dieran buena cuenta de las viandas. El ágape se cerró con una generosa ración de café y un aguardiente casero que hacía peligroso fumar mientras se bebía. La verdad es que doña Felipa como sabía resucitar a un muerto. A la media hora, no parecía que fueran esas tempranas horas de la madrugada ni que en el exterior estuviéramos a varios grados bajo cero.

Cuando salimos para cargar los Jeeps, ya comenzaba a clarear. Sobre la espesa neblina, un tenue resplandor anunciaba por donde iba a emerger nuestro astro rey. Unos cuervos sobrevolaron la charca colindante, ocasión para que el guarda exclamara un sonoro "¡Cuando el grajo vuela bajo, es que hace hace un frío del carajo!". Los perros aullaban nerviosos y alborozados, sabedores del día que se les ponía por delante. Labradores, pointers, beagles bracos y bretones, formaban la variopinta jauría de caza y disputaban el mejor ladrido para recibir unas palmaditas en sus tensos lomos. Cargamos las escopetas, municiones y abrigos en los viejos Jeeps, unos Jeep Willy que habían servido en la guerra de Corea, y que se adaptaban perfectamente al rudo perfil de los Monegros. Oligario, el mulero, cargó la mula con viandas, munición y botas de vino, y tras acordar con el guarda la zona de caza partió lentamente con su mula al destino acordado. Los demás nos repartimos en los Jeeps y nos dirigimos hacia la zona de caza asignada para jornada.

A medida que traqueteábamos por los senderos pedregosos, atravesamos las llanuras de campos sembrados de cereales y nos dirigimos hacia el norte al pie de una zona más montañosa. La zona tenía sembrados de trigo y varias charcas, por tanto ideal para que las bandadas de perdices merodearan por sus alrededores. Al llegar a destino, desembarcamos y comenzamos a rellenar las cananas de cartuchos y montar las escopetas. Entretanto, el guarda conversaba con el notario y los mayores para montar el ala de caza y el recorrido a realizar. Durante muchos años, el notario fue el dueño exclusivo del coto. Pero desde hacía poco lo había abierto a nuevos socios para amortiguar los altos costes de mantenimiento. Oportunidad que mi padre y sus amigos aprovecharon. Este fin de semana se había accedido a que cada socio trajera un hijo para estrenarlo en la actividad cinegética. Los novatos montamos nuestras armas, por regla general viejas escopetas que los mayores tenían en desuso. En mi caso una vieja Franchi repetidora de muelles, que tenía cosida la culata por alguna fractura del pasado. No obstante, a mi me parecía la mejor escopeta del mundo. El guarda se nos acercó y nos comentó que los novatos, para aprender a disparar, se nos iban a poner unos topes para limitar un único cartucho en la recámara. De esta manera, disponiendo de un único disparo y por tanto una única oportunidad, nos esforzaríamos en apuntar bien. No comentaré la cara de idiota que se nos puso. En especial la mía, que disponiendo de una repetidora de cinco disparos, me la limitaran a uno.

El guarda comenzó a organizar al ala, que es la disposición de la línea de cazadores. Él se situó en la cima del montículo, desde el cual podía divisarnos a todos e ir controlando que la línea se mantuviera. A partir de ahí ladera abajo, nos fue situando a los jóvenes novatos y en las laderas inferiores y vaguadas se situaron los mayores. Al toque de su trompetilla, comenzamos a caminar. Bueno, lo de caminar es un decir. A medida que avanzábamos, debíamos pivotar alrededor del guarda que se mantenía en la cima y nos azuzaba para acelerar el paso. En la parte inferior, los mayores caminaban lentamente por las vaguadas alertas a los desempeños de sus perros que recorrían incansables las laderas arriba y abajo olfateando los rastros de sus presas.

Los jóvenes novatos, debíamos escalar las laderas de las montañas a un ritmo frenético. Estábamos mas atentos a no tropezar al con alguna zanja o pedrusco que otra cosa. Cuando no tener que trepar por los innumerables muretes de piedra, o sortear punzantes zarzales o espesas sabinas. Las subidas se hacían interminables y las bajadas exigían un terrible esfuerzo muscular. Durante la primera hora no hicimos mas que caminar. No vimos ni una perdiz o liebre. A medida que avanzábamos, el terreno se hizo más agreste, las subidas más empinadas y las bajadas más peligrosas. El guarda ya oteaba a los bandos de perdices y nos conducía hacia ellas. Los perros olfateaban sus rastros y se mostraban cada vez mas nerviosos e inquietos. El sol ya había salido y a medida que ascendía también comenzaba a levantarse el cierzo, un viento de poniente muy típico del Aragón.

Al filo de cumplir la primera hora de marcha, ya estábamos alcanzando la primera bandada de perdices. Ascendíamos por una abrupta ladera y el guarda nos azuzaba para mantener el ritmo y no perder la línea con los mayores que ya esperaban en las vaguadas inferiores. La canana, repleta de cartuchos, me parecía pesar una tonelada, y mis brazos apenas podían sostener la escopeta. Llegamos jadeando a la cresta, con la respiración entrecortada, los labios partidos por el gélido cierzo y el corazón a punto de estallar. De repente oímos una fuerte aleteo y a la bandada de perdices. Al vernos emprendieron el vuelo y rápidamente enfilaron ladera abajo. Salieron demasiado lejos para que pudiéramos tener opción a disparar. Pero no para lo mayores, quienes, cómodamente apostados en la vaguada, vieron con tiempo suficiente como la bandada emprendía el vuelo en dirección hacia ellos. El guarda alborozado les avisaba innecesariamente hasta que una tronada de disparos rompió el monótono silbido del cierzo. Tras un pim-pam-pum que se nos antojó interminable, oímos como los mayores llamaban a sus canes para recuperar las piezas abatidas. Lo único bueno para los jóvenes novatos es que aprovechamos ese lapso para recuperar el aliento.

La jornada siguió, y nosotros subiendo y bajando laderas escarpadas e interminables para cada vez que asomábamos por las crestas espantar a las bandadas que, una y otra vez, enfilaban sus vuelos hacia las vaguadas en donde les esperaban las escopetas de los mayores. El cierzo subía de intensidad y se clavaba como aguijones en la cara y ojos. El aire frío laceraba nuestros pulmones y congelaba las escasas gotas de sudor que escapaban a nuestros gorros y bragas. Tras cinco horas de martirio, llegamos a la zona donde nos esperaba Oligario con su mula para hacer un receso. Una pequeña ladera bajo un solitario e insólito pino. Los novatos nos estiramos tan pronto llegamos incapaces de sostenernos. Los mayores se dedicaron a dar buena cuenta de la bota de vino, mientras contaban sus piezas abatidas y se las pasaban a Oligario para que las cargase en la mula. Oligario repartió unos bocadillos de cecina ensartados en unos chuscos de pan. Aunque resecos y algo duros, nos supo a gloria. Ninguno de los novatos habíamos tenido la ocasión de pegar ni un sólo tiro. Las piernas y brazos nos temblaban por el esfuerzo realizado mientras pensábamos aterrorizados que aún nos quedaba por hacer el recorrido inverso.

La vuelta fue aún peor. El cierzo nos venía de espaldas, por lo que las perdices nos oían venir con antelación y anticipaban su vuelo antes de poder tenerlas a tiro. El cierzo soplaba en su apogeo, a unos 60 o 70 Km por hora. Las perdices, resabiadas, empopaban el cierzo en su cola y parecían misiles mas que pájaros. En nuestra desesperación disparábamos, fuera de distancia, aunque sólo fuera para calentar el cañón de la escopeta y así calentar levemente nuestras ateridas y congeladas manos.

La jornada acabó hacia las cuatro de la tarde. Los mayores hicieron un satisfecho balance de 32 perdices abatidas y tres liebres. Los novatos apenas nos sosteníamos en pie, pusilánimes y decepcionados. No habíamos tenido ni tan siquiera opción. Mirábamos de soslayo a a los mayores maldiciendo nuestra suerte.

Oligario intentó levantar nuestro ánimo, y para ello organizó un concurso de "tiro a la boina". Ponía a cada novato enfilando un barranco y lanzaba su boina como si de una perdiz se tratara, ofreciendo un generoso trozo de cecina extra a quien atinara. A quien lo lea le parecerá sencillo, pero que no se engañe. Atinar una boina en pleno vuelo y empujada por el cierzo, es ardua tarea. Los novatos fuero pasando unos tras otro sin éxito. Finalmente llegó mi turno. Me había percatado que de la forma que Oligario lanzaba su boina, de manera que al llegar al zenit de su ascensión, la boina viraba hacia la izquierda por el empuje del cierzo. Así que cuando Oligario la lanzó, encaré mi escopeta siguiendo la trayectoria de la boina, y cuando ésta pareció dejar de ascender, apunté hacia la izquierda y sin pensarlo más apreté el gatillo. La boina hizo un extraño al ser atravesada por los incontables perdigones y cayo al suelo a pocos metros del incrédulo Oligario. Me dio el trozo extra de cecina, mientras trataba de alisar su perforada boina y mascullando un "cómo se lo cuento yo a la parienta"...

Cada dos semanas volvíamos al coto para repetir la experiencia. A la tercera, me salió un conejo de un matorral. Perseguido por uno de los perros, saltaba y brincaba dando bruscos quiebros tratando de zafarse de su fiero perseguidor. Lo tenía encarado y esperé el momento oportuno en que no tuviera al perro en la trayectoria de tiro. Disparé y una nube de polvillo se levantó alrededor del infortunado gazapo, quien dio un cataléptico salto de metro y medio y se quedó tendido tan largo era. El perro lo enganchó entre sus fauces y se dirigió hacia mi moviendo su rabo enérgicamente en señal de satisfacción. Tras voltearme tres o cuatro veces, posó su presa a mis pies y esperó a que le diera unas cuantas palmaditas en señal de aprobación. El conejo, tieso, tenía su enorme ojo abierto y aunque inerte, me miraba fijamente. Me invadió un terrible pesar. Mis ojos se humedecieron mientras me acordaba de las escenas de Tambor en la película Bambi. Me sentí un miserable pensando en que mamá coneja y sus hijitos conejitos esperarían en vano a que papá conejo llegara a cenar a casa. Cuando me agaché a recogerlo, las punzadas de dolor de mis piernas me recordaron lo que me había costado. Así que el atisbo de pena y remordimiento se fue con el cierzo y el conejo a mi zurrón.

Con el tiempo aprendí a disparar a las perdices. La técnica de un sólo cartucho en la recámara para atinar a las perdices de los monegros volando como misiles en pro del cierzo fueron unos maestros impagables. Creo que nunca estuve tan en forma como entonces. Los músculos de mis piernas eran duros como el acero. Cuando años más tarde cambiamos de coto y nos fuimos a otro en Guadalajara, disparaba como los ángeles, siendo capaz de abatir dos o tres perdices de una volada y aguantaba sesiones de caza de 8 o 10 horas sin rechistar, por duro que fuera el terreno.

Hace casi 20 años que ya no cazo. Los cotos se fueron degradando. Se dejó de sembrar trigo y en las vaguadas yermas no criaba la perdiz. La poca que criaba moría con los pesticidas o sus nidadas destrozadas por las máquinas de segar. Llegó un momento que los cotos ya no eran cotos y por más que los cazadores fomentaran el cultivo del trigo, hicieran zonas de repoblación y demás intentos por preservar la perdiz. Entre la despoblación rural, la caza de furtivos, la maquinaria agrícola y los pesticidas acabaron con la fauna de los cotos.

De vez en cuando tengo que ir a Zaragoza. Cuando atravieso los Monegros me acuerdo de doña Felipa y sus guisos, de Oligario y su boina agujereada. Pero sobre todo me acuerdo de esas perdices, resabiadas, volando como misiles empopadas al cierzo.

lunes, 1 de octubre de 2007

Astracán

Como cualquiera, hay días en las que uno se siente bajo. La moral decaída. El ánimo derrotado. Y para acabar de arreglarlo, el domingo toca comida en casa de la suegra.

Por suerte tengo un remedio infalible. Después de comer me retiro a algún lugar tranquilo para releer, una vez mas,
La Venganza de Don Mendo, de Pedro Muñoz Seca.

He perdido la cuenta de las veces que lo he leído, pero siempre me levanta el ánimo. Adoro la capacidad que tiene el autor de retorcer el género caballeresco y convertir el ripio en
Astracán.

A pesar de ser lunes, día de la semana que odio desde que comenzaron a llevarme al parvulario, me encuentro mucho mejor.

Gracias Don Pedro. Gracias Don Mendo.

Astracán
Quien esta palabra leyere,

y en el diccionario se ilustrare,
a pieles de cordero nato se refiere,
y orgulloso así lo mostrare.


Pardiez, que encontronazo,
creer tener cazada la piel del oso,

pavonearse todo hermoso,
y recibir semejante batacazo.

Astracán, es bueno que se sepa,
es también un género literario,

cuyo mejor fedatario,

es Don Pedro Muñoz Seca.


Género del que Don Pedro,

obtuvo generosos estipendios,
de aquella obra siempre en mi recuerdo,

"La venganza de Don Mendo"



miércoles, 19 de septiembre de 2007

Lección Magistral

La desolación invadía cada minuto de mi vida. Tras el robo de la vespino ya no era el mismo. Era como un pájaro enjaulado, un pez en una pecera. No me apetecía salir con mis amigos, ni al cine... en realidad no me apetecía hacer nada. Aproveché la Semana Santa para sacarme el carnet de conducción de motos, aunque sólo fuera para mantener vivo el recuerdo de un tiempo mejor. Tal estado de abatimiento causó mella parental hasta el punto que impulsó a mis padres a comprarme una vespa. El día que fuimos a la tienda a encargarla estaba tan nervioso que al firmar los papeles, firmé con la la misma rúbrica de mi padre que utilizaba para firmar los falsos partes de enfermedad para el colegio cuando hacía novillos. Gracias a que mi padre era una persona que evitaba en lo posible el escándalo ante extraños, disimuló malamente no haberse dado cuenta, a la par que el empleado de la tienda bizqueaba intentando distinguir ambas firmas.

La moto era el modelo Vespa Primavera de 75cc. Tenía cuatro marchas que se cambiaban con el mango izquierdo a la par que apretabas la palanca de embrague. El día anterior a la entrega de la moto ya matriculada, le comenté la buena nueva a Nacho, uno de mis amigos del colegio. Fui advertido por él que ir en Vespa no era como ir en moto. La Vespa tenía las ruedas pequeñitas y el motor en el lateral trasero. El conjunto hacía de esta máquina un conjunto un tanto inestable del que se precisaba una cierta práctica para su conducción. Nacho se ofreció el día siguiente para darme una lección acelerada de conducción de Vespa. Para ello planificamos hacer un día completo de novillos y dedicarlo a tan importante cometido. Sin ningún escrúpulo, pues también era un día de instrucción y aprendizaje, lo que aliviaba nuestras conciencias.

Nacho no tenía Vespa, pero si que tenía un vecino que tenía Vespa. Como el vecino estaba de viaje, la tomó prestada durante ese día, convencido que tan magna causa justificaba no esperar el beneplácito de su propietario.

Decidió iniciar la primera lección en un circuito de motocross con el fin de disipar cualquier duda de que la Vespa era una moto diseñada para circular exclusivamente en entorno urbano. Nos acercamos a un circuito que estaba en las afueras de Barcelona. El circuito era una pista de arena con todo tipo de baches, desniveles y obstáculos diseñados para carreras de motos preparadas para este tipo de espectáculos. Rodamos por la pista sorteando los cientos de baches y trampas como pudimos hasta llegar a un obstáculo que a mi me pareció infranqueable. Era como una enorme "U" que bajaba en picado unos 10 metros y volvía a a subir casi como una pared. Al ver mi cara de pasmo, Nacho hinchó su pecho, arqueó una ceja y levantando el índice de su mano derecha exclamó "Atravesar este obstáculo requiere pericia y gran valor. Tu crees que en la bajada hay que frenar; todo lo contrario, debes acelerar al máximo para poder remontar la subida. Observa." Antes de que pudiera evitarlo, aceleró su vespa al máximo, engranó la primera marcha y se lanzó abismo abajo. La moto, sobrerevolucionada, daba la sensación de que le iba a salir el cilindro disparado por el tubo de escape. Llegó abajo y se encaramó hacia la subida. Los primeros cinco metros de ascensión fueron bien aprovechando la velocidad ganada en el descenso. A partir de ese punto, las revoluciones del motor comenzaron a descender peligrosamente, al igual que la velocidad, momento en el que Nacho decidió ayudarse con los pies. Cuando parecía que iba a lograrlo, a poco menos de un metro de alcanzar la cima, el motor, exhausto, se caló. Recuerdo aquel momento como una película a cámara lenta. Para evitar ser arrastrado hacia el fondo, Nacho clavó el freno trasero. Craso error. Me miró fijamente mientras la rueda delantera comenzaba a levantarse y pivotar sobre la trasera. He de reconocer mostró gran valor ya que en ningún momento soltó la moto, mientras persona y máquina rodaban hacia abajo como una enorme rueda. Ahora Nacho arriba y moto abajo, luego moto arriba y Nacho abajo y así sucesivamente... El espectáculo acabó en una enorme polvareda en el fondo del obstáculo. Bajé como pude para comprobar daños. Nacho, completamente empolvado de tierra, no parecía haberse roto demasiado, diversas contusiones y algunos rasguños que sangraban levemente. Varios rotos deslucían su chaqueta de cuero negro y pantalones. Peor parada salió la Vespa de su vecino. La chapa estaba completamente abollada, el retrovisor había desaparecido, las manecillas del embrague y freno delantero estaban retorcidas y el sillín tenía varios desgarros por los cuales asomaba la goma espuma. Tardamos casi una hora en sacar la vespa de ese agujero. Hay que ver lo que pesa un moto cuando hay que moverla a pulso. La lección fue convincente. Desde entonces no albergo ninguna duda del uso exclusivamente urbano de la Vespa.

La segunda lección versó sobre el dominio del derrape. Al tener las ruedas pequeñas, era muy habitual que la rueda trasera se bloqueara al aplicar el freno. Lejos de ser un inconveniente, Nacho estaba convencido que era una ventaja: "Derrapar es un arte del que no puedes fiarte, pero con su dominio no sólo es divertido si no que le sacas partido a la conducción", dixit. Decidió que el entorno de pruebas sería en la zona alta de Barcelona, unas calles pequeñas y poco transitadas del barrio de Pedrables. Seleccionó una calle estrecha con una bajada pronunciada de unos cincuenta metros. Al final de la misma había una acera de no más de un metro y un enorme muro que protegía el jardín de una regia mansión. La calle torcía a la izquierda bruscamente en un codo de 90 grados. La lección consistía en acelerar al máximo y unos metros antes, clavar el freno trasero para hacer derrapar la rueda trasera, tal que que al llegar al final de calle la moto estuviera encarada hacia la izquierda y así, dando un golpe de gas, tomar el codo de una forma elegante.
La teoría era fantástica y a la par antagónica con todos los teoremas de la física conocidos. Pero valía la pena observar empíricamente los resultados. Nacho se lanzó cuesta abajo a toda velocidad. Diez metros antes del final de la calle, clavó el freno. Siguiendo su plan, la rueda bloqueada comenzó a derrapar hacia la derecha, chirriando y expeliendo un humo blanco con hedor a goma quemada. Tal como predijo, comenzó a encarar el codo hacia la izquierda. Cuando casi estaba enfocado hacia la calle, súbitamente la vespa le hizo un latigazo y violentamente volvió a recuperar la dirección inicial, directo hacia el muro del final de la calle. Se encaramó al bordillo de la acera golpeando el cárter de la vespa, lo que encabritó la moto como a un potro salvaje que lanzó a Nacho hacia adelante contra el muro. Su cuerpo permaneció pegado al muro, como quien chafa una mosca de un zapatillazo. Al poco se fue deslizando lentamente por el muro hasta yacer en la acera. Al llegar junto a él, un charco de aceite negruzco proveniente del cárter agujereado de la Vespa invadía la acera, sorteado por unos requeritos de color rojo intenso, provenientes de las aplastadas fosas nasales del bravo piloto. Con el brillo del sol, la combinación roja y negra de la enorme mancha en la acera dibujaba un cuadro abstracto bastante original y atractivo. Su nariz se hinchaba groseramente a ojos vista por efectos del golpe y dos regueros de sangre que emanaban imparables de su inflada napia manchaban su camisa y pantalones. A pesar de su lamentable estado, no perdió su dignidad. Logró levantarse, arquear su ceja y erguir el índice de su mano derecha para sentenciar "Observa la dificultad de derrapar con un asfalto demasiado seco". Gracias a que la Vespa del vecino ya estaba completamente abollada del percance anterior, esta vez sólo inventarié unas largas rascadas de color blanquecino por ambos costados, efecto del asfalto sobre la otrora lustrosa pintura de la moto y el cárter agujereado, sin gota de aceite.

Continuamos nuestro periplo. He de reconocer que la mecánica de antes era mucho mejor que la de ahora, ya que la Vespa del vecino de Nacho, sin gota de aceite, seguía funcionando como si tal cosa. Lejos de tomar una reflexiva pausa, y lacerado por las últimas contusiones, Nacho decidió que la tercera lección versaría sobre los peligros de los raíles de los tranvías. Para practicar fuimos a la avenida del Tibidabo, donde aún hoy en día circula el "Tramvía Blau" un servicio de transporte de poco más de un kilómetro que llega hasta el pie del funicular del Tibidabo. Aunque por aquel entonces era el único tranvía en funcionamiento, en Barcelona había multitud de calles que aún conservaban estas trampas para motociclistas. El día comenzaba a estropearse y una ligera lluvia comenzaba a mojar el asfalto. Llegamos hasta el pié de funicular e iniciamos el descenso por la amplia avenida. Por el centro de la calzada el acero de las vías brillaba amenazador. Nacho se adelantó y con esa particular habilidad de circular mirando hacia atrás para poder darme su lección magistral, volvió a arquear su ceja y erguir su dedo índice derecho, signo evidente de que iba dictar sentencia. Pero no pudo. La rueda delantera de su Vespa pisó la vía e inmediatamente patinó haciendo perder el equilibrio al piloto y su montura. Al no poder anticipar el tortazo, por esa manía de estar mirando hacia atrás, no pudo protegerse de la caída. Aunque circulábamos despacio, en la caída la vespa le pilló la mano, dejándole tres dedos a la virulé. El pobrecillo estaba hecho un cristo. La lluvia diluía el polvo y arena del rebozado, fruto del tortazo en el circuito de motocross, marcándole unos churretes marrones por toda la cara. La sangre de la nariz no había parado de brotar y empapaba toda su ropa. Y la caída por el raíl en el asfalto mojado había completado el aspecto dantesco de mi desafortunado amigo. La moto estaba tan magullada que ya no venía de un tortazo mas.

Decidí que nos fuéramos a mi casa a curarle las heridas, ya que el tiempo empeoraba y con esta excusa poder dar por finalizada tan instructiva lección. Por suerte la herida fue la mano derecha, pues con la izquierda había que apretar la manilla del embrague de la moto. Así que que duras penas nos encaminamos hacia mi casa. Bajábamos por la Vía Augusta hasta llegar al cruce con la calle Calvet. La amplitud de ambas calles invitaba a tomar una curva amplia a gran velocidad. Aunque no fue una lección anunciada, también aprendí una cosa más. Nacho se lanzó a gran velocidad para girar por la calle Calvet. Inclinó su moto tal y como hacen los pilotos de un gran premio, hasta que la chapa inferior de la Vespa topó con el asfalto, provocando una enorme lluvia de chispas y la pérdida de tracción de la rueda delantera. La Vespa salió despedida rodando como una peonza calle Calvet abajo. Por su parte, Nacho salió por la tangente deslizándose a toda velocidad por el asfalto mojado, hasta acabar empotrado debajo de un coche aparcado en la acera. Aparqué rápidamente mi Vespa y me dirigí al coche de cuyo inferior se ecuchaban las maldiciones del piloto siniestrado. Yo no pude contenerme más y exploté a risotadas. Para acabarlo de remediar, Nacho logró salir de su aprisionamiento y erquirse. A los churretes de barro, la sangre reseca por toda su vestimenta desgarrada, se añadió a su particular maquillaje toda la negrura grasienta que el bajo de un coche es capaz de acumular. Lo que no fue óbice para que, mirándome fijamente, arqueara una ceja, e irguiera una especie de salchicha en la que se había convertido su dedo índice derecho para sentenciar "Habrás deducido que no debes inclinarte demasiado para tomar una curva". O algo parecido, pues por aquel entonces yo estaba revolcándome por el suelo llorando de risa.

Logramos llegar a casa para lavar y curar las mútiples heridas, tras lo cual, Nacho se marchó. He de reconocer que aquel día aprendí mucho sobre la conducción en Vespa, y mi gratitud perdura hasta hoy en día. Nunca logré saber que sucedió cuando el vecino volvió de su viaje y bajó al garaje a buscar su Vespa.

viernes, 14 de septiembre de 2007

Mi vespino colorada

Antes ir en moto era otra cosa. ¡Ahhhh que tiempos aquellos! Con catorce años recién cumplidos me saqué la licencia para ciclomotor, que no requería examen de ningún tipo. Un puro trámite administrativo. Con eso ya se podía circular sin necesidad de conocer las señales de tráfico, seguridad vial, mecánica ni toda la parafernalia que hoy en día convierten en un infierno la obtención del carnet de conducir. Así que aproveché esta estupidez legal para poder disfrutar de mi primer instrumento hacia la independencia.

Logré convencer a mi madre para que me prestara un viejo vespino que le tocó en una tómbola muchos años atrás. Aunque era una antigualla, a mi me parecía maravillosa. A mi padre no le hacía mucha gracia, por lo que me dijo que el mantenimiento de la moto corría por mi cuenta sin aumento de la asignación semanal (que poco más que me daba para pagar el autobús, el metro y el cine algún que otro fin de semana).

Que maravilla, circular por la Barcelona de entonces, notar el viento en la cara -no existía la obligación de llevar casco-, evitar los atascos serpenteando entre los coches parados y poder aparcar donde te venía en gana. Acorté el trayecto de mi casa al cole de 40 minutos de tedioso autobús y metro a tan sólo 15 minutos. Y además entré a formar parte de los elegidos del cole que disponíamos de nuestra propia moto, lo que entonces era una distinción significativa entre los compañeros de clase.


Hiciera frío o calor, sol o lluvia circulaba siempre en mi vespino colorada. Pero la pobre motocicleta estaba un tanto tronada, y la pobrecilla de vez en cuando me gastaba alguna que otra perrería. En un trayecto, perdí la tapa de la cajita de herramientas. Lo peor del caso es que dentro de la cajita tenía los papeles de la moto y del seguro que, naturalmente, desaparecieron. Como me temía que si se lo decía a mis padres me me prohibirían circular -es que hay que ver lo exigentes que son algunos padres- callé como un muerto. Al no decirlo, tampoco podía volver a solicitar los papeles, pues yo no era el titular. Así que imbuído en este estúpido círculo vicioso, opté por por lo más sensato que uno a los catorce años puede ser; es decir, no hacer nada y seguir circulando la mar de contento.

Al cabo de un tiempo, cogí uno e los tantos baches que hicieron famoso al otrora alcalde de Barcelona, costumbre que han ido heredando los siguientes, de tal guisa que el faro salió disparado haciéndose añicos. Haciendo acopio de mis dotes mecánicas, y a la vista del coste de un faro nuevo, opté por atar con una cuerda una linterna. Una de esas cuadradas que funcionada con una pila grandota también cuadrada. Ahora ya no se ven, ni las pilas ni las linternas de este tipo. El resultado era aceptable, teniendo en cuenta que Barcelona nunca estaba a oscuras del todo -los apagones de Barcelona es un invento que vino mucho después-. Estéticamente era bastante repulsivo, no porque el agujero que dejaba la ausencia del faro en el manillar era horrendo, si no porque la linterna era de un color verde pistacho que se daba de patadas con el rojo de la vespino.


El siguiente percance, fue una cuestión de falta de presupuesto para un correcto mantenimiento. Como suele pasar con las cosas que se gastan, un día se me gastaron las pastillas de freno. Gran dilema. A mi padre ni se me ocurría pedirle un préstamo para el mecánico, cosa que estaba esperando para extorsionarme y clausurarme la vespino. Pero el ingenio siempre se agudiza en las situaciones más críticas. La solución empleada fue la de calzar mis chirucas. Para los que no fueron jóvenes en los 70, les aclararé que las chirucas era el calzado agro-cinegético por autonomasia de la época. Eran unas botas de lona marrón que llegaban a la altura de los tobillos y que tenían una suela de goma muy gorda. Así que mis chirucas se convirtieron en el freno auxiliar de mi vespino. Era un engorro tener que ir todo el día con esas horrendas botas, sobre todo en verano. Pero eso era mejor que estamparme en cualquier semáforo.


No he encontrado fotos de las auténticas
chirucas de los 70. La de la foto no es un
simple freno, ¡es como tener ABS y EPS!

Mi fashion-kit motero, era pintoresco, sobre todo en invierno. En la cabeza me ponía un gorrito de lana con pom-pom que utilizaba para esquiar -siempre me han gustado los pom-pones, que se le va a hacer-. En las manos unos guantes de cuero marrones que me regalaron unos reyes. El cuerpo lo protegía con un abrigo loden de color verde botella que me llegaba hasta los tobillos. Y mis frenos-chiruca completaban el kit. Todo ello unido a la vespino colorada, sin faro, con una linterna verde colgando de una cuerda, sin frenos, ni papeles, ni matrícula, hacían un cuadro que cuando me acuerdo me troncho de mi mismo.


Sólo un día tuve un pequeño percance con la autoridad. Un mediodía, algunos compañeros decidimos no comer en el colegio, e ir a tomar unas bravas al bar Tomás de Sarriá -la mejores bravas de Barcelona, vive Dios!-. Como no todos tenían moto, uno de mis compañeros se subió de paquete en mi vespino, cosa no permitida ni aún hoy en día. Bajábamos por la calle Anglí, cuando una patrulla de la guardia urbana se nos cruzó y nos dio el alto. Eran un par de agentes. El más joven se acercó y comenzó a pedir documentación, papeles, etc. Fue la primera vez que me paró la policía. Yo estaba ruborizado y asustado. Comencé a explicarle la mala suerte que tuve al perder la tapa de la cajita, donde estaba la matrícula y los papeles. Al agente mis argumentos parecían importarle un rábano -estaba bien entrenado- y se limitaba a amenazarme con clausurarme la moto ahí mismo y llevarla al depósito. El otro agente, un veterano cincuentón, callaba y daba vueltas alrededor de la vespino con sumo interés, a la vez que rascaba la barbilla pensativo. Tras varias vueltas, y una bronca monumental del otro agente, se postró frente a mi con la mirada alternándola entre el agujero del faro y la linterna cuadrada pistacho colgada, sin mediar palabra. Yo debía tener una cara de pena peor que la del Gato con botas de Schrek, porque finalmente el agente veterano le dijoa su compañero: "pero mira, si ni siquiera tiene para un faro. Anda déjales ir ¡Y que tu amigo no se vuelva a montar hasta que no os veamos" -instrucción que seguimos al pie de la letra-.

Disfruté de la vespino un par de años. Hasta que un día me la robaron. En la farola donde solía encadenar la vespino, sólo encontré la cadena cortada por un cortafríos...

martes, 11 de septiembre de 2007

Viva Sant Jordi

Las fiestas son geniales, ya que no hay que ir a trabajar. Si además, cae en martes y puedes coger un puente, el día de fiesta se transforma en cuatro días, que dan bastante de si. Pero como casi todo el mundo suele hacer fiesta los días de fiesta y puente cuando cae en martes, se va el plan abajo, ya que todos aprovechan para hacer el mismo viaje e ir a los mismos sitios que has pensado. Por lo que lo más sensato es quedarse en casa y jugar al golf.

Resulta paradójico que Cataluña, que tiene una de las fiestas más hermosas del mundo, el 23 de abril, el día de Sant Jordi (San Jorge), el día en que se regalan rosas y libros, no haya sido escogido como la fiesta por autonomasia de Cataluña. Vamos, que ni tan siquiera es un día festivo. En su lugar escogen el día de una batalla por la sucesión monárquica del reino de España. Resulta estremecedor ver la de tonterías que se llegan a escuchar acerca de esta efeméride. Ya que es día 11, ahí van 11 puntos sobre los hechos:

1- Al morir el último de los Habsburgos, Carlos II el Hechizado, una piltrafa de rey y de persona, se inicia en 1700 la Guerra de Sucesión Española. Dicen las crónicas que al morir, con tan sólo 38 años, al rey sólo le quedaba un testículo y negro como el carbón. Así se explica que no tuviera descendencia. Antes de espichar nombró sucesor a Felipe de Borbón, Duque de Anjou, segundo vástago del rey francés Luis XIV, con la vana esperanza de conservar íntegro el imperio.

2- El emperador de Austria, Leopoldo I, y el rey de Francia, Luis XIV, estaban casados con Infantas de España y pretendieron sus derechos sucesorios. Fue el momento ideal para desmembrar el imperio español, para lo cual trajinan el Primer Tratado de Partición, pactando como sucesor y por ello, Príncipe de Asturias y de los restos del Imperio a José Fernando de Baviera, ante la cierta expectativa de que Carlos II y su huevo moreno no dejará descendencia.
Cosas de la historia que cuando todo parecía atado y bien atado, José Fernando de Baviera tuvo la tonta ocurrencia de morirse antes que Carlos II, echando al traste los malévolos planes de las otras potencias europeas. Así que deprisa y corriendo pactan el Segundo Tratado de Partición. En él Leopoldo opta por imponer como sucesor al trono al Archiduque Carlos, con el beneplácito del resto de potencias menos los gabachos. Luis XIV es más rápido y logra que Felipe se proclame rey: Felipe V.

3- Europa, a excepción de Leopoldo I, reconoce a Felipe V como legítimo rey de España bajo la promesa de que los reinos de España y Francia se mantendrán separados. Leopoldo I desentierra el hacha de guerra y se da cuenta que le sale más rentable recuperar los territorios europeos españoles a mamporros. Así se inicia una guerra en toda europa, como sólo los europeos la saben hacer, que durará hasta 1713.

4- En España no quieren quedarse al margen. Así que la mayoría de territorios de la Corona de Aragón, pacta un mantenimiento de los derechos oligárquicos de la jerarquía dominante con los austracistas, y proclaman su apoyo al candidato de Leopoldo I, el Archiduque Carlos. Se suceden los mamporros, esta vez en la península, y el archiduque llega a Madrid el 29 de junio de 1706 donde es proclamado rey: Carlos VI
del Sacro Imperio Romano Germánico.

5- Pero lo que son las cosas, que Castellanos y Extremeños encuentran mas simpático al gabacho y forman ejércitos voluntarios que complican las cosas a Carlos VI. Se suceden un sinfín de tortazos en toda europa, hasta que se cansan y las coronas europeas comienzan a zanjar sus diferencias una vez tomadas las posesiones españolas en europa y deciden que las tortas se limiten únicamente a la península ibérica.

6- Por suerte las guerras cuestan mucho dinero y tantos años pagando las soldadas agota a cualquiera, Así que al final ganan los partidarios del gabacho a cambio que los reyes de Francia y España renuncien a sus derechos respectivos sobre los otros reinos. El fin de las hostilidades se cierra con la Paz de Utrecht el 11 de abril de 1713, por la cual España se queda sólo con los territorios peninsulares y de ultramar. Y un rey gabacho.

7- Los territorios de la Corona de Aragón partidarios de Carlos VI se quedan sin apoyo europeo. Lo matizo así ex profeso ya que algunos territorios catalanes como el
Valle de Arán, Vic y Cervera, o aragoneses como Tarazona y Jaca se mantuvieron fieles a la causa de Felipe V. Así las cosas, manda un ejército para someter los territorios insurrectos.

8- Cataluña se gobernada con tres instituciones: El Consejo de Ciento que regía la ciudad de Barcelona, la Diputación General o Generalidad, de atribuciones tributarias principalmente, y la Junta de Brazos, formada por componentes de los tres estamentos clásicos y un carácter mas popular. Por aquellas fechas, Rafael de Casanova era el Conseller en Cap de la Diputación General. La Junta de Brazos optó por mantener una defensa a ultranza de la plaza de Barcelona, y para ello movilizó a la milicia ciudadana, de la que Casanova era su Coronel jefe.

9- Tras unos infructuosos intentos de negociación y varios meses de asedio de la ciudad de Barcelona, el 11 de septiembre de 1714 se ordena el bombardeo y toma de la ciudad. Cuenta la leyenda que Rafael de Casanova murió heróicamente en plena batalla, ondeando la enseña de Santa Eulalia (que se utlizaba únicamente en situaciones de extremo peligro).


10- Lo cierto es que Rafael de Casanova era un españolista a ultranza. Nunca hizo causa alguna de Cataluña. Hijo de acaudalada familia, se licenció en derecho y ocupó diversos cargos políticos reservados a la oligarquía predominante. El 11 de septiembre fue herido en el muslo. Sus seguidores hicieron correr el bulo de su muerte para poder evacuarlo de Barcelona y, tras unas primeras curas en el colegio de la Merced, poder trasladarlo a la finca de su hijo en Sant Boi del Llobregat. En 1719 obtuvo el perdón de Felipe V, una pensión vitalicia y continuó ejerciendo la abogacía en Barcelona hasta que murió en 1743 a los 87 años.

11- Felipe V abole los fueros de la Corona de Aragón y sus instituciones, tal como estaba previsto en los acuerdos de Utrecht y Rastadt. Mediante los Decretos de nueva Planta unifica el régimen político en el reino, conservando sólo los fueros de Navarra, las Provincias Vascongadas y Valle de Arán en premio a la lealtad durante la Guerra de Sucesión. Esta nueva situación jurídica abre los territorios de ultramar a los territorios de la Corona de Aragón, hasta ahora vetados para el disfrute de Catellanos, y por ende comienza una etapa de expansión económica en Cataluña que se verá su culminación en los siglos XIX Y XX.

Ignoro la razón por la que unos intelectuales (?) deciden erigir en héroe mártir a Casanova, como defensor de la patria catalana. Es una perversión histórica de marca mayor. Peor aún que razón impulsó a unos políticuchos a decidir que la fiesta de Cataluña sea el 11 de septiembre, en lugar del 23 de abril. Sea la razón que sea, Casanova debe estar retorciéndose de risa en su tumba admirando como un bachiller andaluz le sucede al frente de la Diputación General...

jueves, 30 de agosto de 2007

Bocataculo de playa

Odio la playa. Nunca me ha gustado porque está llena de gente y de arena. La gente no me gusta porque soy un ser antisocial ni la arena porque se te mete por todos lados y resulta molesta, aunque no tanto como la gente. Por este motivo, he pasado las vacaciones de los últimos doce años en Menorca.

Parecería estúpido por mi parte ya que Menorca está llena de playas, maldición que tienen la mayoría de las islas. Pero lo cierto es que tengo la fortuna de estar en una finca rural justo en medio de la isla, rodeado de... nadie! La casa está situada en medio de unas colinas a la que se accede por un camino de tierra hasta llegar a un pequeño valle orientado al sur. Reina la paz y la tranquilidad, en la que la tarea mas ardua a realizar es la Falangopodometría. Otrora era una finca rural que vivía de la siembra de cereales y el cuidado de rebaños de vacas que vendía la leche a los de los quesitos del Caserío. En la actualidad casi no se siembra y ya no tienen los rebaños de vacas, gracias a lo cual ha disminuido drásticamente la afluencia de mosquitos y ratones. Quedan algunas parcelas de trigo para que las perdices críen y una zona de huerto donde se cultivan tomates, sandías y melones que recolectamos diariamente para el consumo propio. También se crían unos genuinos burros, orejudos y espabilados que cuando se juntan son de lo más parecido a un Consejo de Ministros. Especialmente hay uno que guarda un parecido asombroso con nuestro ministro de exteriores, no por su físico (él tiene una magnífica estampa, el burro, claro), sino porque cosa que hace, cosa que la caga. Ya me estoy enrollando con lo que no venía cuento, el tema versaba sobre la playa

Algún que otro día me toca ir a la playa. Por aquello de que en vacaciones hay que estar en familia, aunque sea un rato. Como cada año, he ido un par de días a la playa. Solemos escoger calas poco transitadas por el turismo inglés, en función de los vientos dominantes del día. Si sopla norte, vamos a las playas del sur. Si sopla sur, pues a las del norte.

Cuando me toca ir a la playa, me toca hacer de auténtico típico turistón peninsular, gorrito, gafas de sol, albarcas... kit al completo, vamos. Solemos quedar con todo el familión, cargados de sombrillas, toallas, neveras, cestas con los bocatas y tupperwares con ensalada de tomates y sandía cortada. Patético y a la par inevitable. Aquel día soplaba norte, así que fuimos a la playa de San Adeodato, justo al sur de Es Mitjorn Gran. Tiene un chiringuito de toda la vida, "Es Bruc", que es unos de los pocos sitios en los que aún puedes comer o cenar por un precio razonable. La playa de San Adeodato es de arena blanca, al pie de la urbanización de Santo Tomás compuesta por un conjunto chalets ajardinados con gusto. A la izquierda se extiende la playa de Santo Tomás, a la que suelen acudir los huéspedes de un par de hotelitos, y a la derecha se extiende la playa de Binigaus, una playa virgen y nudista.

Acampamos en el sentido literal del término, como tantos otros grupos familiares, cerca de la orilla para poder controlar bien a los pequeños. Lo cierto es que estamos bien coordinados y en un santiamén clavamos las sombrillas en paralelo, situamos las neveras al resguardo del sol y extendemos las toallas alrededor. En San Adeodato abundan el turismo nacional y los grupos familiares como el nuestro, ya que es una playa muy apta para tienen niños pequeños: Arena fina, el mar cubre muy lentamente, y el chiringuito a unos pocos metros para atender esfínteres revoltosos.

Al rato se hizo la hora de comer, así que nos aprestamos a abrir bolsas de bocadillos y bebidas. Menú del día: Bocata de lomo rebozado, ensalada de tomates aliñados y Sandía del huerto. Desenvolví con cuidado el papel de aluminio del bocadillo mientras, sentado en la arena, contemplaba el azul turquesa del mar. Me aprestaba a hincar el diente cuando repentinamente, un hombre de unos 50 años, calvo y completamente desnudo se interpuso de espaldas a mi cortándome en seco mi idílica vista al mediterráneo. Para acabar de redondearlo, el hombre tiene la ocurrencia de lavarse las manos en el mar, inclinando su torso 90 grados al frente, acto que provocó que su blanquecino y fláccido culo se abriera para mostrar un esperpéntico ano peludo con tarzanetes incluidos.

Allí estaba yo sentado a la orilla del mar, con mi gorrito, mis gafas de sol, mi bocata a escasos centímetros de una boca abierta e inmóvil, y un culo espatarrado a unos escasos dos metros. El esperpento subió de tono al llegar la parienta; una mujer obesa, bajita, rechoncha, con unos senos fláccidos en forma de uve invertida cuyos pezones señalaban groseramente a los dedos gordos de sus pies, una colección incontable de michelines que desmerecían a la conocida mascota del fabricante de neumáticos y un vientre lánguido de tal guisa que el ombligo quedaba a la altura mas baja de su pelvis, afortunadamente. En un instante se colocó al lado de su hombre y miméticamente se dispuso a lavarse las manos en la misma posición que su pareja. Hecho tan singular permitía comprobar sin grandes cálculos que los glúteos de ella eran, cuanto menos, diez veces mayores que las de él. Agradecí enormemente que tanta masa de carne impidiera, a diferencia de su pareja, mostrar detalles se su esfínter o cosas aún peores.

La mujer volvió a su toalla, unos cuantos metros detrás nuestro. El hombre permaneció en la orilla unos instantes y comenzó a pasear a izquierda y derecha por la orilla, cambiando su dirección cada 20 metros. Parecía buscar algo en la orilla mientras caminaba, tratando con la cadencia de su paso, bambolear a un minúsculo pene apoyado tímidamente en unas pelotillas de color sonrosado. Finalmente logré reaccionar a tan grotesca visión y opté por guardar el bocadillo para una mejor ocasión a la par que me tumbé en la toalla, asqueado.

Pero mis primas, que son de Madrid y por tanto muy chulas ellas y que también habían sido agredidas visualmente, optaron por pasar a la ofensiva. Cada vez que el hombre pasaba por delante de ellas, le lanzaban una risitas de burla, hasta que una de ellas exclamó en voz suficientemente alta para ser oída un "¡yo también estaría preocupado buscado el trozo de pilila que se me ha caído!", acompañado de un coro de risotadas, no sólo de nuestro grupo, si no también del resto de bañistas alrededor nuestro.

Por fin el hombre pareció percatarse del ridículo, recogió a su parienta y abandonaron la playa. Tal vez me hay vuelto un carca. Me gustan las mujeres desnudas si tienen un cuerpo medianamente bonito. No me gustan los desnudos integrales masculinos, no porque sea homófobo, si no porque no veo la estética de la pilila y las pelotitas por ningún lado. Tal vez sería mas condescendiente en el caso de los especímenes de esa tribu del sur de África que retrababa con fervor una famosa fotógrafa alemana, lo cuales tenían un pene que, en estado flácido, les llegaba a la altura de las rodillas. Si alguien así se paseara como este hombre, creo que le haríamos la ola entre vítores y aplausos. Quienes no estamos dotados de tamañas virtudes, tenemos sitios indicados para poder practicar el nudismo sin ningún tipo de problema. O, por ejemplo, nos ataviamos con una bonita falda escocesa, que en mi caso es como más guapo y elegante estoy.

Lo peor de todo es que, aún hoy en día, no soy capaz de comerme un bocadillo de lomo rebozado.

miércoles, 22 de agosto de 2007

Falangopodometría

Cualquier persona con cierta inquietud se plantea aprovechar las vacaciones para descubrir alguna nueva actividad. Como no quiero ser menos que otros, tras profunda reflexión y largas meditaciones, he descubierto la Falangopodometría. Toda una ciencia.

Para poder practicarla con éxito, la persona debe realizar una preparación previa, no exenta de cierta laboriosidad, determinadas dotes y un entorno adecuado para desarrollar el proceso completo. Vamos , como el Karma, que no es una actividad baladí, si no que requiere toda una preparación física y espirtual del individuo.


Dicha preparación comienza por la mañana. Hay que levantarse hacia las 10:30 de la madrugada e ipso facto ir a tomar el desayuno. Pitillito tras el café con leche y el individuo debe dirigirse a la lonja del pueblecito de pescadores para adquirir una buena pieza de sepia sucia y un par de calamares de tamaño medio, ambos limpios y troceados; unas piezas de pescado pescado de roca y marisco para hacer caldo, un puñado de pichinas y mejillones y una docena de gambas rojas del lugar. Depués debe dirigirse a la tocinería para adquirir un kilo de costilla de cerdo troceada. Y en el colmado, un kilo de cebollitas, unos ajos, aceite de oliva, y un kilo de arroz.
Tras esta primera etapa, se admite un pequeño receso en el bar de la plaza del pueblecito para tomar unas cañitas y leer el periódico local para alertarse de en que pueblo toca la fiesta mayor y así poder evitarla a toda costa.

Al llegar de tan ajetreada mañana, puede darse un chapuzón en la piscina, no sin antes encender la leña de la barbacoa y poner a hervir el agua para hacer el caldo de pescado.
El chapuzón debe durar lo suficiente para que el fuego de la barbacoa esté en su apogeo y el caldo de pescado hirviendo. Vestirse con una ropa cómoda y, paella en mano, dirigirse a la barbacoa. Controlar que el fuego esté en su justa medida (vivo pero no demasiado fuerte), y por este orden realizar las siguientes tareas:

- Poner medio litro de aceite
en la paella
- Echar tres o cuatro ajos machacados y sin pelar. Cuando empiecen a dorarse, retirarlos.

- Salar y ofreir las gambas ligeramente (deben quedar un pelo crudas, se trata de dar sabor al aceite, las gambas acabarán de cocerse posteriormente.)

- En media paella freir la costilla de cerdo previamente salpimentada. En la otra media la sepia y el calamar. La costilla debe estar muy hecha y bien doradita. La sepia y el calamar deben retirarse rápido, si no quedan duros.

- Tras retirar la costillita, echar en la paella la cebolla bien picada. Es importante que, a partir de este momento, el fuego sea débil para poder ir pochando la cebollita lentamente. Cuando adquiera un color tostado, echar un generoso vaso de brandy y quemar. Cuando acabe de quemarse el alcohol del brandy repetir de nuevo la operación. Para entonces la cebollita deberá adquirir un color marrón muy oscuro, casi negruzco.

- Incorporar a la paella, la costilla, la sepia y el calamar, y el arroz. Revolver y mezclar bien.

- Echar el caldo de pescado. Avivar el fuego para que hierva bien.

- A los 15 minutos de cocción, incorporar las pichinas, los mejillones y las gambas, con cierta gracia para que la apariencia tenga cierto estilo.

- Tras 5 minutos más de cocción, retirar la paella del fuego y cubrir mientras reposa unos minutos más.

- Ingerir acompañado de un buen vino.

- Cafetito pitillín y eructito final.


Ahora es el momento más delicado. El individuo debe estar totalmente en alerta para detectar la ocasión. En cuanto la conversación comienza a decaer, escurrir el bulto procurando no ser advertido.
Tumbarse en la hamaca que está bajo las encinas, de manera que los ojos queden a la misma altura que las falanjes de los pies. Este punto es especialmente importante. Balancear ligeramente la hamaca y colocar ambas manos en la nuca. Aquí comienza el proceso más delicado de la Falangopodometría: Auditar el número de falanges de cada pie. Preguntarse la utilidad de cada uno de ellos, especialmente del meñique del pie izquierdo. Volver a auditar el número de falanges, esta vez en orden inverso, por si se ha perdido alguna. Preguntarse porqué la uña del dedo gordo crece más fuerte que la del resto. Meditar. Volver a auditar el número de falanges. Preguntarse porqué la falange anular del pie derecho nadie le pone un anillo. Meditar. Volver a auditar el número de falanges. Preguntarse porqué la falange corazón no tiene pulso. Meditar. Volver a auditar el número de falanges...

Cuando depierte, auditar de nuevo el número de falanges, no vaya a ser que durante la siesta algún espabilado le haya afanado alguna. Caso de seguir manteniendo el mismo número, acudir con júbilo a contárselo a la suegra para que comparta tamaña alegría consigo mismo.